BOLETÍN ESPECIAL: SÍNODO DE LAS FAMILIAS
CONTENIDOS OCTUBRE 2014
En el contexto de realización de la III Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los obispos católicos en Roma (5-19 oct 2014), ofrecemos en exclusiva, la traducción al español del documento presentado por el Card. Walter Kasper en febrero de este año, en reunión similar previa (II Asamblea) y que recibió los más grandes elogios del papa Francisco, así como las más duras críticas por parte de los cardenales más conservadores de la curia vaticana. Con sólidos fundamentos bíblicos, teológicos e históricos, esperamos sea un insumo útil para la reflexión.
Biblia, Eros y Familia
La creación excluye taxativamente teorías de género. Hombre y mujer son, conjuntamente y en la célula familiar, futuro, virtud social y búsqueda de la felicidad.
©Walter Kasper, Il Foglio, 1 marzo 2014
©Traducción: Observatorio Eclesial
En este año internacional de la familia, el papa Francisco ha invitado a la Iglesia a celebrar un proceso sinodal en torno a los “Desafíos pastorales sobre la familia en el contexto de la evangelización”. En la Exhortación apostólica Evangelii gaudiumescribe: “La familia atraviesa una crisis cultural profunda como todas las comunidades y los vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos deviene particularmente grave porque se trata de la célula fundamental de la sociedad” (EG 66).
Muchas familias hoy deben enfrentarse a grandes dificultades. Muchos millones de personas se encuentran en situaciones de migración, huida y expulsión, o en condiciones de miseria indigna del ser humano, en las cuales no es posible una vida familiar ordinaria. El mundo actual está viviendo una crisis antropológica. El individualismo y el consumismo desafían la cultura tradicional de la familia; las condiciones económicas y laborales hacen a menudo difíciles la convivencia y la cohesión en el seno familiar. Por tanto, el número de los que tienen miedo de formar una familia o que fracasan en la realización de dicho proyecto de vida ha aumentado en modo dramático, así como la de los niños que no tienen la suerte de crecer en una familia ordenada.
La iglesia, que comparte los gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres (GS 1) se siente desafiada por esta situación. En ocasión del último año de la familia, el papa Juan Pablo II ha parafraseado las palabras de la Encíclica Redemptor hominis (1979): “El hombre es el camino de la Iglesia”, afirmando que “la familia es el camino de la Iglesia” (2 de febrero de 1994). Debido a que normalmente la persona nace en una familia, y por lo general crece en el seno de una familia. En todas las culturas de la historia de la humanidad la familia es el camino normal del ser humano. Incluso hoy en día muchos jóvenes buscan la felicidad en una familia estable.
Debemos sin embargo ser honestos y admitir que entre la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia y las convicciones vividas por muchos cristianos se ha creado un abismo. La enseñanza de las normas de la iglesia le parece hoy a muchos cristianos lejana de la realidad y de la vida. Pero podemos también decir, y podemos decirlo con alegría, que hay familias que hacen lo más posible por vivir la fe de la Iglesia y que dan testimonio de la belleza y la gloria de la fe vivida en el seno de la familia. A menudo son una minoría, pero son una minoría significativa. La situación de la Iglesia de hoy no es una situación inédita. De hecho, la Iglesia de los primeros siglos estuvo confrontada con conceptos y modelos de matrimonio y de familia muy diversos de aquellos predicados por Jesús, que eran muy nuevos tanto para los judíos como para los griegos y romanos. Por tanto nuestra posición hoy no puede ser una adaptación liberal al status quo sino una posición radical que va a las raíces, es decir al evangelio, y desde allí mirar hacia adelante. Así, será tarea del sínodo hablar nuevamente de la belleza y la alegría del Evangelio de la familia que es siempre el mismo y sin embargo siempre nuevo (EG 11).
La presente intervención no puede afrontar todas las cuestiones actuales, ni pretende anticipar los resultados del syn-odos, a saber, del camino (odos) común (syn) de la Iglesia entera, el camino de la atenta escucha recíproca, del intercambio y de la oración. Quiere más que todo ser una suerte de obertura que conduzca hacia el tema, con la esperanza de que al final venga dada una sym-phonia, o un conjunto armónico de todas las voces en la Iglesia, incluso aquellas que son ahora en parte disonantes.
No se trata aquí de confirmar la doctrina de la Iglesia, sino de que nos preguntemos sobre el Evangelio de la familia y así retornemos a la fuente de la cual es resultado la doctrina. Como ya afirmaba el Concilio de Trento, el Evangelio creído y vivido en la Iglesia es la fuente de cada verdad salvífica y disciplina de vida (DH 1501; cfr. EG 36). Esto significa que la doctrina de la Iglesia no es una laguna estancada, sino un torrente que fluye de la fuente del Evangelio, en el cual fluye la experiencia de fe del pueblo de Dios por todos los siglos. Es una tradición viva que hoy, como muchas otras veces en el curso de la historia, ha llegado a un punto crítico y que, a la vista de los “signos de los tiempos” (OS 4), exige ser continuada y profundizada.
¿Qué cosa es este Evangelio? No es un código jurídico. Es luz y fuerza de la vida que es Jesús Cristo. Él da lo que pide. Solo a la luz y con su fuerza es posible comprender y observar los mandamientos. Para Tomás de Aquino la ley de la nueva Alianza no es una lex scripta (ley escrita), sino la gracia del Espírito Santo, que es dada por la fe en Cristo (gratia Spiritus Sancti, quae datur per fidem Christi). Sin el Espíritu que opera en los corazones, la palabra del Evangelio es una ley que mata (2, Cor. 3-6). Por lo tanto, el Evangelio de la familia no quiere ser un peso, sino, en cuando don de la fe, una buena nueva, luz y fuerza de la vida en la familia.
Llegamos así al punto central. Los sacramentos, incluido el del matrimonio, son sacramentos de la fe. Signa protestantia fidem (signos del testimonio de la fe), dice Tomás de Aquino. El Concilio Vaticano II reitera esta afirmación. Dice de los sacramentos: “No sólo suponen la fe, sino […] la nutren, la fortalecen y la expresan” (SC 59). Así, el sacramento del matrimonio puede llegar a ser eficaz y ser experimentado sólo en la fe. Por lo tanto, la pregunta esencial es: ¿cómo es la fe de los futuros esposos y de los cónyuges? En los países de antigua cultura cristiana observamos hoy el colapso de lo que por siglos había sido obvio para la fe cristiana y para la comprensión natural del matrimonio y la familia. Muchas personas son bautizadas mas no evangelizadas. Dicho en términos paradójicos, son catecúmenos bautizados, cuando no paganos bautizados.
En tal situación, no podemos partir de una lista de enseñanzas y mandamientos, debemos fijarnos en los llamados “temas candentes”. No queremos y no podemos eludir estas cuestiones, mas debemos proceder de modo radical, es decir, desde la raíz de la fe de los primeros elementos de la fe. (Heb 5,12), y atravesar, paso a paso, un camino de fe (FC 9; EG 3439). Dios es un Dios del camino; en la historia de la salvación ha caminado con nosotros; también la Iglesia en su historia ha acompañado ese camino. Hoy debe recorrerlo de nuevo junto a las personas del presente. No debe imponer la fe a ninguno. Puede sólo presentarla y proponerla como un camino para la felicidad. El Evangelio puede convencer sólo a través de sí mismo y de su profunda belleza.
- La familia en el orden de la creación.
El Evangelio de la familia se remonta a los albores de la humanidad. Ha sido dado por el Creador en su camino. Por tanto, la institución del matrimonio y de la familia es apreciada en todas las culturas de la humanidad. Ella es entendida como comunidad de vida entre el hombre y la mujer, junto con los hijos. Esta tradición de la humanidad tiene características distintas en las diversas culturas. En los orígenes la familia estaba inserta en la gran familia, en el clan. La institución de la familia es, a pesar de todas las diferencias particulares, el orden original de la cultura de la humanidad. No se puede tener éxito para establecer hoy una nueva definición de familia si se contradice o modifica la tradición cultural de toda la historia de la humanidad.
Las antiguas culturas de la humanidad consideraban las propias costumbres y leyes del orden familiar como de orden divino. Del respeto del mismo dependían la existencia, el bien y el futuro del pueblo. En el contexto del periodo axial, los griegos hablaban de manera más mitológica, pero en cierto sentido iluminada, de un orden fundado en la naturaleza del hombre. San Pablo hizo propio este modo de pensar y habló de una ley moral natural, inscrita por Dios en el corazón de cada hombre (Rm 2,14s)
Todas las culturas han conocido de un modo u otro la regla áurea que impone respetar al otro como a sí mismo. En el sermón del monte, Jesús ha reiterado esta regla de oro (Mt 7,12; Lc, 6,31). En ella es plantado como una semilla el mandamiento del amor al prójimo, de amar al prójimo como a uno mismo (Mt 22,39).
La regla áurea es considerada una síntesis del derecho natural y de lo que enseñaron la ley y los profetas (Mt 7, 12; 22, 40; Lc 6, 31). El derecho natural, que encuentra su expresión en la regla de oro, hace posible el diálogo con todas las personas de buena voluntad. Ofrece un criterio para valorar la poligamia, los matrimonios forzados, la violencia en el matrimonio y en la familia, el machismo, la discriminación de la mujer, la prostitución, las condiciones económicas modernas hostiles a la familia, las situaciones laborales y salariales. La pregunta decisiva sigue siendo: ¿qué cosa, en la relación entre el hombre, la mujer y los hijos, corresponde al respeto de la dignidad del otro?
Por muy útil que sea, el derecho natural permanece genérico y, cuando se trata de cuestiones concretas, ambiguo. En esta situación, es en la revelación de Dios donde encontramos respuesta. La revelación interpreta de modo concreto esto que podemos reconocer desde el punto de vista del derecho natural. El Antiguo Testamento se inspiró en la sabiduría de las tradiciones del antiguo Oriente de aquella época y, a través de un largo proceso educativo, la perfeccionó a la luz de la fe en Yahveh. La segunda tabla del decálogo (Ez 20,12-17; Dt 5,16-21) es el resultado de tal proceso. Jesús lo ha confirmado (Mt 19, rsi.), y los Padres de la Iglesia estaban convencidos de que los mandamientos de la segunda tabla del decálogo correspondían a todos los mandamientos de la conciencia moral común de los hombres.
Los mandamientos de la segunda tabla del decálogo, no son por tanto una moral especial judeocristiana. Son tradiciones de la humanidad materializadas en ellos, los valores fundamentales de la vida familiar se confían a la protección particular de Dios: el respeto de los padres y el cuidado de los abuelos, la inviolabilidad del matrimonio, la tutela de la nueva vida humana que nace del matrimonio, la propiedad como base para la vida de la familia y las relaciones mutuas auténticas, sin las cuales no puede existir la comunidad.
Con estos mandamientos, a los hombres se les da un modelo, una suerte de brújula para su camino. Por tanto, la Biblia no pretende que estos mandamientos sean como una carga o una limitación de la libertad; se da la bienvenida al mandamiento de Dios (Sal 1,2; 112;1;119). Ellos son indicaciones sobre el camino para una vida feliz y realizada. No pueden ser impuestos a nadie, pero pueden ser propuestos a todos, como una buena razón, como camino para la felicidad.
El Evangelio de la Familia en el Antiguo Testamento alcanza su conclusión en los primeros dos capítulos del Génesis. También estos contienen antiquísimas tradiciones de la humanidad, interpretadas de manera crítica y a profundidad a la luz de la fe en Yahveh. Cuando se establece el canon de la Biblia, ellos fueron puestos al principio, por razones pragmáticas, como ayuda hermenéutica y para la interpretación de la Biblia. En ellos viene presentado el designio original de Dios sobre la familia. Es posible extrapolar de ello tres afirmaciones fundamentales.
- “Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó: macho y hembra los creó (Gn 1,27). En su duplicidad genérica, el ser humano es la buena, incluso la óptima creación de Dios. No fue creado solo: “No está bien que el hombre esté solo; hagámosle una ayuda que le sea similar” (2,18). Por eso Adam acoge a la mujer con un gozoso grito de bienvenida (2,23). El hombre y la mujer son dados por Dios el uno para el otro. Deben complementarse y sostenerse, complacerse y encontrar gozo el uno en el otro.
Ambos, hombre y mujer, en cuanto imagen de Dios, tienen la misma dignidad. No hay lugar para la discriminación de la mujer. Sino que hombre y mujer no son simplemente iguales; su misma igualdad, como también su diversidad, se funda en la creación. No se les es dada por ninguna persona, ni se la dan a sí mismos. No devienes hombre o mujer a través de la respectiva cultura, como afirman algunas opiniones recientes. Ser hombre y ser mujer están fundados ontológicamente en la creación. La igual dignidad en la diversidad explica la atracción entre los dos, cantada en los grandes poemas de la humanidad, como en el Cantar de los Cantares del Antiguo Testamento. Querer buscar la igualdad por ideología destruye el amor erótico. La Biblia entiende este amor como la unión para ser una sola carne, vale decir, como una comunidad de vida, que incluye sexo, eros, así como la amistad humana (2,24). En este completo sentido, el hombre y la mujer son creados para el amor y son imagen de Dios, que es amor (1Jn 4,8)
Como imagen de Dios, el amor humano es algo tan grande y tan bello pero no es por sí mismo divino. La Biblia desmitifica la “baalización” antiguo-oriental de la sexualidad en la prostitución en los templos y condena el libertinaje como idolatría. Si una pareja deifica al otro y si espera de él que le prepare el cielo en la tierra, entonces el otro por fuerza se siente demasiado estresado, no puede hacer otra cosa que desistir. A causa de estas excesivas expectativas muchos matrimonios fallan. La comunidad de vida entre hombre y mujer, junto con sus hijos, puede ser feliz sólo si se entienden recíprocamente como un don que los trasciende. Así, la creación del ser humano desemboca en el séptimo día, en la celebración del Sabbath. El hombre no es creado para ser un animal de trabajo, sino para el Sabbath. Como día en el cual es libre para Dios, debe también ser un día en que es libre para la fiesta y la celebración común, un día de tiempo libre que transcurre con y para el otro (cfr. Es 20,8-10; Dt 5,12-14). ElSabbath, o domingo, como día de la familia, es algo que debemos aprender de nuevo de nuestros amigos judíos.
- “Dios los bendijo y les dijo: Sean fecundo y multiplíquense (1,28). El amor entre hombre y mujer no está cerrado en sí mismo; se trasciende a sí mismo y se concretiza en los hijos que nacen de este amor. El amor entre hombre y mujer y la transmisión de la vida son inseparables. Esto no sólo vale para el acto de procrear, va más allá. Al primer nacimiento prosigue el segundo, que es social y cultural, en la introducción a la vida a través de la transmisión de los valores de la vida. Por eso los hijos necesitan del espacio protector y de la seguridad afectiva en el amor de sus padres; a la inversa, los hijos refuerzan y enriquecen el vínculo de amor entre sus padres. Los niños son una alegría y no un peso.
Para la Biblia, la fecundidad no es una realidad meramente biológica. Los hijos son el fruto de la bendición de Dios. La bendición es el poder de Dios en la historia y en el futuro. La bendición en la creación prosigue en la promesa de la descendencia de Abraham (Gn 12,2.5; 18,18; 22,18). Así, el poder vital de la fecundidad, divinizado en el mundo antiguo, está imbricado en la acción de Dios en la historia. Dios pone en manos del hombre y de la mujer el futuro del pueblo y la existencia de la humanidad.
El discurso sobre la paternidad responsable tiene un significado más profundo del que de hecho se le ha atribuido. Significa que Dios encomienda lo más precioso que puede dar, es decir, la vida humana, a la responsabilidad del hombre y de la mujer. Ellos pueden decidir responsablemente sobre el número y tiempo del nacimiento de sus hijos. Deben hacerlo con responsabilidad ante Dios y con respeto a la dignidad y el bien de la pareja, con responsabilidad hacia el bien de los hijos, con responsabilidad hacia el futuro de la sociedad y con respeto por la naturaleza humana (GS 50). De esto resulta no una casuística, sino una sensata figura vinculante cuya realización concreta esta encomendada a la responsabilidad del hombre y la mujer. A ellos es dada la responsabilidad del futuro. El futuro de la humanidad pasa por la familia. Sin la familia no hay futuro sino el envejecimiento de la sociedad, peligro ante el cual se encuentra la sociedad occidental.
- “Llenen la tierra; sométanla” (1,28). A veces las palabras subyugar y reinar son empleadas en el sentido de sometimiento violento y de explotación, atribuyendo al cristianismo la culpa de los problemas ambientales. Los biblistas han demostrado que estas dos palabras no deben entenderse en el sentido de un sometimiento o de un dominio violento. La segunda narración de la creación habla de cultivar y custodiar (2,15). Se trata por lo tanto, como decimos hoy, de la misión cultural del hombre. El hombre debe cultivar y cuidar la tierra como un jardín, debe ser protector del mundo y transformarlo en un ambiente de vida digno del ser humano. Esta tarea no corresponde solo al hombre, sino al hombre y a la mujer conjuntamente. A su cuidado y responsabilidad es confiada no solo la vida humana, sino también la tierra en general.
Con esta misión cultural, una vez más la relación entre hombre un mujer trasciende a ellos mismos. No es un mero sentimentalismo que gira alrededor de sí mismo; no debe quedarse en si mismos, sino abrirse a la misión para el mundo. La familia no es por tanto una comunidad personal privada. Es la célula fundamental y vital de la sociedad. Es la escuela de humanidad y de virtudes sociales, necesarias para la vida y el desarrollo de la sociedad (OS 47; 52). Es fundamental para el nacimiento de una civilización del amor y la humanización y personalización de la sociedad, sin las cuales ella deviene una masa anónima. En este sentido se puede hablar de compromiso social y político de la familia (FC 44).
Como institución primordial de la humanidad, la familia e más antigua que el Estado y, respecto de él, con derecho propio. En el orden de la creación no se habla jamás de Estado. Él debe, cuanto le sea posible, sostener y promover la familia; no puede sin embargo interferir en sus derechos propios. Los derechos de la familia, indicados en la carta de la familia, se fundan en el orden de la creación (FC 46). La familia, como célula fundamental del Estado y de la sociedad, es al mismo tiempo modelo fundamental del Estado y de la humanidad como única familia humana. De esto resultan consecuencias para una especie de orden familiar en la igual distribución de los bienes, como también para la paz en el mundo (EG 176; 258). El Evangelio de la familia es al mismo tiempo un Evangelio para el bien y para la paz de la humanidad.
- Las estructuras del pecado en la vida de la familia.
Lo que se ha dicho hasta ahora constituye un marco ideal, pero de hecho no es la realidad de las familias. Lo sabe también la Biblia. Así, a los capítulos 1 y 2 del Génesis le sigue el capítulo 3, con la expulsión del paraíso y de la realidad conyugal y familiar paradisiaca. La alienación del hombre respecto de Dios tiene como consecuencia la alienación de los hombres entre sí. En el lenguaje de la tradición teológica llamamos a esta alienación concupiscencia; ella no es solo entendida como deseo sexual desmedido. Para evitar tal malentendido, se habla hoy frecuentemente de estructuras de pecado (FC 9). Estas pesan también sobre la vida de la familia. La Biblia ofrece una descripción realista de la condición humana y de su interpretación a partir de la fe.
La primera alienación se da entre el hombre y la mujer. Se avergüenza uno frente al otro (3,10). La vergüenza demuestra que la armonía original entre cuerpo y espíritu ha sido perturbada y que el hombre y la mujer son extraños uno del otro. El afecto degenera en el deseo recíproco y en el dominio del hombre sobre la mujer (3,16). Se quejan y se acusan mutuamente (3,12). Violencia, celos y discordia se introducen en el matrimonio y en la familia.
La segunda alienación afecta particularmente a las mujeres y a las madres. Deben ahora parir a sus hijos con fatiga y dolor (3,16). Deben también criarlos con dolor. ¿Cuántas madres se lamentan y lloran por sus hijos, así como Raquel llora por los suyos sin poder ser consolada? (Jr 31, 15; Mt 2,18).
La alienación afecta también la relación del hombre con la naturaleza y con el mundo. La tierra no es más un bello jardín, tiene cardos y espinas, es indomable y hostil y el trabajo se convierte en duro y difícil. Ahora el hombre debe trabajar con fatiga y con el sudor de su frente (3,19).
Pronto se arriba también a la alienación y al conflicto en la familia. Crece la envidia y la discordia entre hermanos, el fratricidio y la guerra entre hermanos (4,1-16). La Biblia cuenta sobre la infidelidad entre los cónyuges. Esta se insinúa incluso en el albor genealógico de Jesús; en efecto incluye dos mujeres (Tamar y la esposa de Urías), que son consideradas pecadoras (Mt 1,5s). También Jesús tenía familiares que no provenían “de una buena familia”, y que preferiría callar y mantener ocultos. La Biblia aquí es muy realista, muy honesta.
Finalmente, viene la alienación más importante, la muerte (3,19; cfr. Rm 5,12), y todas las fuerzas de la muerte que enfurecen en el mundo, trayendo desastre, luto y perdición. Traen también sufrimiento a la familia. Pensemos tan solo lo que acontece cuando una madre se encuentra frente a la tumba del propio hijo o cuando los cónyuges deben decirse adiós, cosa particularmente penosa en matrimonios felices, y que para las personas más ancianas incluso significa dolorosos años de soledad.
Cuando hablamos de la familia y de la belleza de la familia, no podemos partir de una imagen romántica irreal. Debemos ver también la dura realidad y participar de la tristeza, de las preocupaciones y de las lágrimas de muchas familias. El realismo bíblico puede incluso ofrecer una cierta consolación, al mostrar que esto que sufrimos no es una cosa de ahora y que en el fondo siempre ha sido así. No debemos ceder a la tentación de idealizar el pasado y luego, como está de moda en algunos ambientes, ver el presente como mera historia de decadencia. La nostalgia de los viejos tiempos y los lamentos sobre las jóvenes generaciones existen cuando existe una generación más vieja. No sólo la Iglesia está llamada a ser un hospital de campo (como ha dicho el Papa Francisco), también la familia es un hospital de campo como muchos heridos por vendar y tantas lágrimas por enjugar, y donde debemos continuar creando reconciliación y paz.
Al final, el tercer capítulo del Génesis enciende una luz de esperanza. Expulsado el hombre del paraíso, Dios le ha dado una esperanza para acompañarlo en su camino. Aquello que la tradición define como protoevangelio (Gn 3,15), puede ser entendido también como el protoevangelio de la familia. De su descendencia nacerá el Salvador. Las genealogías en Mateo y Lucas (Mt 1,1-7; Lc 3,23-28) dan testimonio que tras la sucesión de las generaciones, a pesar de haber sufrido algún choque, al fin ha nacido el Salvador. Dios puede escribir derecho también sobre renglones torcidos. Así, acompañando a los hombre en su camino, debemos ser no profetas de desventura, sino portadores de esperanza, que ofrecen consolación y que, también en las situaciones difíciles, alentamos a salir adelante.
- La familia en el orden cristiano de la redención.
Jesús ha entrado en una historia familiar. Ha crecido en la familia de Nazareth (Lc 2,51s). De ella formaban parte también hermanos y hermanas en el sentido más amplio (Mc 3,31-33;6,3) y parientes más lejanos, evidentemente íntimos, como Elizabeth, Zacarías y Juan Bautista (Lc 1,36,39-56). Al inicio de su vida pública, Jesús participó en la celebración de las bodas de Caná, realizando su primer milagro (Jn 2,1-12). Así, ha puesto su acción entera sobre el signo del matrimonio y de la alegría matrimonial. Con él, el Esposo, comenzó el matrimonio escatológico y el tiempo de gozo anunciado por los profetas.
Una afirmación fundamental de Jesús sobre el matrimonio y sobre la familia se encuentra en las famosas palabras sobre el divorcio (Mt19,3-9). Moisés los había admitido en determinadas condiciones (DT 24,1); las condiciones eran motivos de controversia entre las diversas escuelas de escribas judíos. Jesús no se enfrasca en esta casuística, haciendo en cambio referencia a la voluntad original de Dios: “Al inicio de la creación no era así”. Los discípulos se espantaron por esta afirmación. La consideraron un ataque inaudito a la concepción del matrimonio del mundo que les circundaba, y una exigencia cruel y excesiva. “Si esta es la condición del hombre en el matrimonio, no conviene desposarse”. Jesús confirma indirectamente que, desde el punto de vista humano, se trata de una exigencia excesiva. Debe ser “concedido” al hombre; ella es un don de la gracia.
La palabra “concedido” muestra que las palabras de Jesús no deben ser entendidas de modo aislado, sino en el contexto completo de su mensaje del Reino de Dios. Jesús deriva su repudio de la dureza del corazón (Mt 19,8), que se cierra a Dios y al prójimo. Con la venida del reino de Dios se completa la palabra de los profetas según la cual Dios, en el tiempo mesiánico, transformaría el corazón endurecido en un corazón nuevo, no más duro como piedra, sino un corazón de carne, tierno, sensible y empático (Ez 36, 26s; cfr. Jr 31,33; Sal 51,12). Debido a que el adulterio comienza en el corazón (Mt 5,28), la solución puede venir sólo a través de la conversión y el don de un corazón nuevo. Por eso Jesús toma distancia de la dureza del corazón y de la hipocresía de los castigos draconianos infligidos a una adúltera y concede el perdón a una mujer acusada de adulterio (Jn 8,2-11; cfr. Lc 7,36-50).
La buena nueva de Jesús es que a alianza estrecha de los cónyuges es abrazada y sostenida por la alianza de Dios, que por la fidelidad de Dios continúa existiendo también cuando el frágil vínculo humano del amor se vuelve más débil o incluso muere. La promesa definitiva de alianza y fidelidad de Dios priva al vínculo humano de la arbitrariedad humana; le confiere solidez y estabilidad. El vínculo que Dios estrecha entorno a los esposos sería malinterpretado si se le comprendiese como un yugo; es en cambio la amorosa promesa de fidelidad de Dios al hombre; es un estímulo y una constante fuente de fuerza para mantener, en las vicisitudes de la vida, la fidelidad recíproca.
De este mensaje Agustín ha desarrollado la doctrina de la indisolubilidad del vínculo matrimonial que continúa existiendo también donde, humanamente, el matrimonio se ha interrumpido. Muchos, hoy, tienen dificultad para comprenderla. Esta doctrina no puede ser entendida como una suerte de hipóstasis metafísica al lado o por encima del amor personal de los cónyuges; por otro lado, esto no se limita al amor afectivo recíproco y no muere con él (GS48; EG 66). El Evangelio, o palabra definitiva y promesa permanentemente válida, en cuanto tal, trata seriamente sobre el hombre y su libertad. Es propio de la dignidad del hombre poder tomar decisiones definitivas, pertenece en modo permanente a la historia de la persona; la caracterizan de modo duradero; no es posible darle la espalda y hacer como que nunca estuvo presente. Si se rompe, se crea una herida profunda. La herida puede sanar pero la cicatriz permanece y continua haciendo daño; pero se puede y se debe seguir viviendo a pesar de la fatiga. De manera similar, la buena nueva de Jesús es que, gracias a la misericordia de Dios, para los que se convierten es posible el perdón, la curación y un nuevo comienzo.
Pablo retoma el mensaje de Jesús. Habla de un matrimonio “en el Señor” (1Cor 7,39). No se refiere a la forma eclesial del matrimonio que se desarrolla de modo definitivo solo varios siglos después, por medio del decreto Tametsi del Concilio de Trento (1563). Las “tablas de la familia” (Col 3,18-4,1; Ef 5,21-6,9; 1 Pt 2,18-3,7) muestran que: “en el Señor” no se refiere al inicio del matrimonio sino a la entera vida en familia, a la relación entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre patrones y esclavos que viven en la casa. Las tablas de la casa toman el orden patriarcal, pero modificándolo “en el Señor”. A través del “en el Señor”, la sumisión unilateral de la mujer al hombre se convierte en una relación recíproca de amor, que caracterizará también las otras relaciones familiares. Pablo incluso dice –cosa singular y bastante revolucionaria en toda la antigüedad– que la diferencia entre el hombre y la mujer no cuenta más para los que son “uno en Cristo” (Gal 3,28). Así, las “tablas de la familia” son un ejemplo de la fuerza de la fe cristiana que modifica y caracteriza las normas.
La Carta a los Efesios va aún más lejos. Retoma la metáfora veterotestamentaria, atestiguada de modo particular en Oseas (2,18-25), del vínculo matrimonial que define la alianza de Dios con su pueblo. En Cristo, esta alianza es completada y perfeccionada. Así, el vínculo entre hombre y mujer se convierte en símbolo concreto de la alianza de Dios con los hombres que se consuma en Jesús el Cristo. Aquella que, desde el comienzo de mundo, era una realidad del bien creado por Dios, se convierte ahora en un símbolo que ilustra el misterio de Cristo y de la Iglesia (EF 5,32)
El Concilio de Trento, sobre la base de un desarrollo de la historia de la teología concluida solo hasta el siglo XII, identificaba en esta afirmación una alusión a la sacramentalidad del matrimonio (DH 1799; cfr. DH 1327). La teología reciente busca profundizar tal motivación cristológica por medio de una visión trinitaria y entiende la familia como representación del misterio de la comunión trinitaria.
Como sacramento, el matrimonio es tanto instrumento de curación para las consecuencias del pecado como instrumento de la gracia santificante. Se puede aplicar esta enseñanza a la familia y decir: habiendo entrado en la historia de una familia, Jesús ha curado y santificado a la familia. El orden de la salvación abraza el orden de la creación. No es hostil al cuerpo ni a la sexualidad; incluye sexo, eros y amistad humana, purificándolos y perfeccionándolos. De manera similar a la santidad de la Iglesia, la santidad de la familia tampoco es una grandeza estática. Está constantemente amenazada por la dureza del corazón. Debe continuar recorriendo el camino de la conversión, de la renovación y de la maduración.
Así como la Iglesia está en camino por la vía de la conversión y de la renovación (LG 8), también el matrimonio y la familia se encuentran en el camino de la cruz y la resurrección (FC 12s.), bajo la ley de la gradualidad del continuo crecimiento en modo siempre nuevo y más profundo en el misterio de Cristo (PC 9;34). Esta ley de la gradualidad me parece una cosa importantísima para la vida y para la pastoral matrimonial y familiar. No significa una gradualidad de la ley, sino gradualidad de crecimiento en la comprensión y en la realización de la ley del evangelio, es una ley de la libertad (St 1,25;2,12), hoy para tantos fieles a menudo muy difícil. Necesitan de tiempo y de paciente acompañamiento en su camino.
El corazón nuevo exige siempre una nueva formación del corazón y presupone una cultura del corazón. La vida familiar debe ser cultivada según las tres palabras clave del Santo Padre: consentimiento, gracia, perdón. Tiene que tener tiempo para estar los unos para los otros y festejar juntos el sabbath, dar siempre prueba de piedad, perdón y paciencia; mostrar continuos signos de benevolencia, agradecimiento, afecto, gratitud y amor. La oración en común, el sacramento de la penitencia y la celebración común de la eucaristía son una ayuda para continuar fortaleciendo el vínculo del matrimonio, que Dios ha cerrado en torno a los cónyuges. Es siempre bello encontrar parejas más ancianas que, a pesar de su edad avanzada, están enamorados de una manera cada vez más madura. También esto es signo de una humanidad redimida.
La Biblia termina con la visión del matrimonio escatológico del Cordero (Ap 19,7,9). El matrimonio y la familia se convierten así en símbolo escatológico. Con la celebración de la boda terrenal se anticipa la boda del Cordero, por lo que deben alegrarse, espléndida y solemne, un gozo que debe irradiar toda la vida matrimonial y familiar.
Como anticipación escatológica, el matrimonio terreno viene al mismo tiempo relativizado. Jesús mismos ha vivido –cosa insólita para un rabino– en el celibato, pidiendo, para seguirlo, estar dispuestos a dejar el matrimonio y la familia (Mt 10,37) y, a aquellos a quienes es dado, vivir el celibato por amor al reino de los cielos (Mt 19,12). Para Pablo, el celibato en un mondo en que el tiempo transcurre, es el mejor camino. Da la libertad de ser indivisible para la causa del Señor (1Cor 7,25-38). Dado que el celibato libremente elegido se convierte en una situación sociológicamente reconocida como derecho propio, también el matrimonio a causa de esta alternativa no es más una obligación social, sino una elección libre. Sobre todo las mujeres no desposadas son ahora reconocidas aún sin un marido. Así, el matrimonio y el celibato se apoyan y valoran uno al otro, o ambos entran en crisis, como por desgracia estamos experimentado ahora.
Es esta la crisis que estamos viviendo. El Evangelio del matrimonio y de la familia no es ya para muchos comprensible, ha caído en una crisis profunda. Muchos creen que en su situación no es ya viable. ¿Qué hacer? Las bellas palabras por sí solas sirven de poco. Jesús indica una vía más realista que dice que cada cristiano, casado o no, abandonado por su pareja o educando a un hijo o joven sin contacto con la propia familia, no está más solo o perdido. Tiene su casa en una nueva familia de hermanos y hermanas (Mt 12,48-50; 19,27-29). El Evangelio de la familia se concreta en la Iglesia doméstica; en ella puede hacerse nuevamente viable. Ella es hoy nuevamente actual.
- La familia como Iglesia doméstica
La Iglesia es, según el Nuevo Testamento, la casa de Dios (1Pe 2,5;4,17; 1Tm 3,15; Hb 10,21). La liturgia a menudo define la Iglesia Familia Dei (Familia de Dios). Debe ser casa para todos, en ella todos deben poder sentirse como en casa, como en familia. De la casa, en el mundo antiguo a menudo formaban parte, al lado del cabeza de familia, de la esposa y los hijos, también los parientes que vivían en casa, los esclavos, y a menudo también amigos o huéspedes. Es en este contexto que debemos pensar cuando se habla de la comunidad primitiva que los primeros cristianos se reunían en las casas (Hch 2,16;5,42). Muchas veces se habla de conversiones de casas enteras (Hech 11,14;16,15,31,33).
En Pablo la Iglesia era organizadas según casas, es decir, en Iglesia domésticas (Rm 16,5; 1Cor 16, 19; Col 4,15; Fil 2). Constituían para él un punto de apoyo y de partida en sus viajes misioneros, eran centro de la fundación y piedra para la construcción de la comunidad local, lugar de oración, de enseñanza catequética, de fraternidad ‘cristiana’ y de hospitalidad hacia los cristianos de paso. Antes de la conversión de Constantino probablemente eran también lugares de encuentro para la celebración de la cena del Señor.
Incluso más tarde, en la historia de la Iglesia, las Iglesias domésticas habían adquirido un rol importante: hay que recordar, en particular, las comunidades laicas ya en el medioevo, las comunidades piadosas y las iglesias libres, de las cuales, desde este punto de vista, tenemos algo que aprender. En las familias católicas había, y todavía sigue habiendo, pequeños altares domésticos (esquinas de la cruz), en la cual reunirse por la tarde o en momentos particulares (Adviento, vigilia de Navidad, situaciones de necesidad y de calamidad, entre otros) para orar juntos. Sirve pensar también en las bendiciones de padres a hijos, en los símbolos religiosos, sobre todo la cruz en la habitación, el agua bendita para recordar el agua bautismal y otros más. Estas bellas costumbres de la piedad popular merecen ser renovadas.
El Concilio Vaticano II, recordando a Crisóstomo, ha recuperado la idea de la Iglesia doméstica (LG 11, AA 11). Aquellos textos que en los documentos del concilio son solo breves consejos, en los documentos postconciliares se han convertido en extensos capítulos. Sobre todo la Carta apostólica Evangelii nuntiandi (1975) ha proseguido el impulso del Concilio después del Concilio. Ha definido las comunidades eclesiales de base como esperanza para la Iglesia universal (EN 58, 71). En América latina, un África, y en Asia (Filipinas, India, Corea, y otros lugares) las Iglesias domésticas, bajo la forma de comunidad de base (Basic Christian Communities) o de pequeñas comunidades cristianas (Small Christian Communities), se han convertido en receta para el éxito pastoral. En particular en las situaciones de minoría, de diáspora, de persecución, se han convertido en una cuestión de sobrevivencia para la Iglesia
Mientras tanto, impulsos procedentes de América Latina, de África y de Asia comienzan a dar buenos frutos también en la civilización occidental. Aquí, las viejas estructuras de la Iglesia popular se muestran cada vez menos sólidas, las áreas pastorales son cada vez más grandes y los cristianos se encuentran a menudo en situación de minorías cognitivas. A esto se agrega que mientras tanto, la familia nuclear, desarrollada solo a partir del siglo XVIII de la gran familia del pasado, ha terminado en una crisis estructural. Las condiciones laborales y de vivienda modernas han traído una separación entre vivienda, lugar de trabajo y lugar de la actividad del tiempo libre, y por tanto una disgregación de la casa como unidad social. Por motivos profesionales los padres a menudo deben alejarse de la familia por periodos prolongados; también las mujeres, por razones laborales, están incluso presentes sólo en parte en la familia. A causa de las condiciones de la vida actual, hostil a la familia, la familia nuclear moderna se encuentra en dificultad. En el anónimo ambiente metropolitano especialmente en las periferias incluso desoladas por las modernas megalópolis, las personas que no viven sobre la carretera son convertidas en sin patria y sin techo en el sentido más profundo. Debemos construir para ellos nuevas casas en el sentido literal y en el sentido figurado.
Las Iglesias domésticas pueden ser una respuesta. Naturalmente no podemos simplemente replicar las Iglesias domésticas de la Iglesia primitiva. Necesitamos de grandes familias de nuevos géneros. Para que las familias nucleares puedan sobrevivir, deben estar insertas en una cohesión familiar que se extiende por generaciones en la cual sobre todo las abuelas y abuelos jueguen un sol importante, en círculos interfamiliares de vecinos y amigos donde los niños puedan tener un refugio en ausencia de sus padres y los ancianos solos, los divorciados y los padres solteros puedan encontrar una especie de casa. Las comunidades espirituales constituyen incluso el ámbito y el clima espiritual para la comunidad familiar. Ejemplos de Iglesia doméstica son también los grupos de oración, grupos bíblicos, catequéticos, ecuménicos.
¿Cómo definir estas Iglesias domésticas? Son una pequeña iglesia (ecclesiola) en la iglesia, una Iglesia en pequeño al interior de la Iglesia. Hacen presente la Iglesia local en la vida concreta de la gente. En efecto, donde dos o tres se reúnen en el nombre de Cristo, él está ahí en medio de ellos (Mt 18,20). En virtud del bautismo y de la confirmación, las comunidades domésticas son el pueblo mesiánico de Dios (LG 9). Participan de la misión sacerdotal, profética y real (1Pe 2,8; Ap 1,6;5,10) (LG 10-12;20-38). Por medio del Espíritu Santo, poseen el sensus fidei, el sentido de la fe, un sentido intuitivo de la fe y de la práctica de vida conforme al evangelio. No son solo objeto sino más bien sujeto de la pastoral familiar. Sobretodo a través de su ejemplo, pueden ayudar a la Iglesia a penetrar más en profundidad en la palabra de Dios y a aplicarla de manera más plena en la vida (LG 12;35; EG 154s.). Debido a que el Espíritu Santo es dado a la Iglesia entera, ellas [las iglesias domésticas] no debe aislarse de modo sectario de la comunión más amplia de la Iglesia. Este “principio católico” preserva a la Iglesia libre y autónoma. A través de la unidad en la multiplicidad, la Iglesia es asimismo signo sacramental de la unidad en el mundo (LG 1;9).
Las Iglesias domésticas se dedican al compartir de la Biblia. De la Palabra de Dios adquieren luz y fuerza para su vida cotidiana (DV 25; EG 152s). Antes de la ruptura de la transmisión generacional de la fe (EG 70), tienen el importante compromiso catequético de guiar haca el gozo de la fe. Oran juntos por las propias intenciones y por los problemas del mundo. La eucaristía dominical debe ser por ellas celebrada junto con la comunidad entera como fuente y culmen de toda la vida cristiana (LG 11). En el ámbito familiar, celebran el día del Señor como día de descanso, de gozo y de comunión, como también el tiempo del año litúrgico, con sus ricas costumbres (SC 102-111). Son lugares de una espiritualidad de la comunión en la cual se aceptan recíprocamente en el espíritu del amor, del perdón y de la reconciliación, y en el cual se comparten gozos y dolores, preocupaciones y tristezas, alegría y felicidad en la vida cotidiana, los domingos y los días de fiesta. A través de todo esto, edifican el cuerpo de la Iglesia (LG 41).
La Iglesia es por su naturaleza misionera (AG 2); la evangelización es su identidad más profunda (EN 14;59). Las familias, en cuanto Iglesias domésticas, están llamadas de modo particular a transmitir la fe en sus respectivos ambientes. Ellas tienen un compromiso profético y misionero. Su testimonio ha de ser sobre todo un testimonio de vida a través del cual pueden ser levadura en el mundo (Mt 13,33) (AA 2-8; EN 21;41;71; 76; EG 119-121). Así como Jesús vino para anunciar el Evangelio a los pobres (Lc 4,18; Mt 11,5) y ha llamado bienaventurados a los pobres, los afligidos, los pequeños y los niños (Mt 5,3 s.; 11,25; Lc 6,20s), Jesús ha mandado también a sus discípulos a anunciar el Evangelio a los pobres (Lc 7,22). Por eso las Iglesias domésticas no pueden ser comunidades elitistas exclusivas. Deben abrirse a los sufrimientos de cada gente, a las personas simples y a los pequeños. Deben saber que el Reino de Dios pertenece a los niños (Mc 10,14) (EG 197-201).
Las familias tienen necesidad de la Iglesia y la Iglesia necesita de las familias para hacerse presente en el centro de la vida y en los modernos ámbitos de vida. Sin las Iglesias domésticas, la Iglesia es extraña a la realidad concreta de la vida. Sólo a través de las familias puede ser casa donde las personas están en casa. Su comprensión como Iglesia doméstica es por lo tanto esencial para el futuro de la Iglesia y para la nueva evangelización. Las familias son las primeras y mejores mensajeras del Evangelio de la familia. Son el camino de la Iglesia.
- El problema de los divorciados vueltos a casar.
Si se piensa en la importancia de la familia para el futuro de la Iglesia, el número rápidamente creciente de familias desintegradas, aparece una tragedia todavía más grande. Hay una gran cantidad de sufrimiento. No basta considerar el problema sólo desde el punto de vista de la perspectiva de la Iglesia como institución sacramental; tenemos necesidad de un cambio de paradigma y debemos –como lo ha hecho el buen Samaritano (Lc 10,29-37)– considerar la situación también desde la perspectiva del que sufre y pide ayuda.
Todos saben que la cuestión de los matrimonios de personas divorciadas vueltas a casar es un problema complejo y espinoso. No puede reducírsele a la cuestión de la admisión a la comunión. Implica la entera pastoral matrimonial y familiar. Inicia desde la preparación al matrimonio que debe ser una atenta catequesis matrimonial y familiar. Prosigue luego con el acompañamiento pastoral de los esposos y de la familia; se hace actual cuando el matrimonio y la familia entran en crisis. En tales situaciones, los pastores harán todo lo posible para contribuir a la sanación y la reconciliación en el matrimonio en crisis. El acompañamiento no se detiene después del fracaso del matrimonio; debe permanecer cercano a los divorciados e invitarlo a participar en la vida de la Iglesia.
Todos saben que existen situaciones en las que cada intento razonable por salvar el matrimonio resulta en vano. El heroísmo de los cónyuges abandonados que permanecen solos y siguen adelante por propio mérito tienen nuestra admiración y apoyo. Más muchos cónyuges abandonados dependen, para el bien de los hijos, de una nueva relación y de un matrimonio civil, al que no pueden renunciar sin nuevas culpas. A menudo, después de la experiencia amorosa del pasado, estas nuevas relaciones les hacen sentir de nuevo gozo, incluso llegan a ser percibidos como don del cielo.
¿Qué cosa puede hacer la Iglesia en tales situaciones? No puede proponer una solución distinta o contraria a la palabra de Jesús. La indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la imposibilidad de un nuevo matrimonio durante la vida de la otra pareja forma parte de la tradición de fe vinculante de la Iglesia que no puede ser abandonada o disuelta apelando a una comprensión superficial de la misericordia barata. La misericordia de Dios, en última instancia es la fidelidad de Dios consigo mismos y con su caridad. Debido a que Dios es fiel también es misericordioso, y en su misericordia es también fiel aunque nosotros le seamos infieles (2Tim 2,13). Misericordia y fidelidad van juntas. A causa de la fidelidad misericordiosa de Dios no existe situación humana que esté absolutamente privada de esperanza y de solución. Aunque el hombre pueda caer, no caerá nunca por debajo de la misericordia de Dios.
La pregunta es por tanto cómo la Iglesia puede corresponder a este binomio inescindible de fidelidad y misericordia de Dios en su acción pastoral respecto a los divorciados vueltos a casar por lo civil. Es un problema relativamente reciente, que no existía en el pasado, que existe sólo a partir de la introducción del trámite de matrimonio en el Código Civil de Napoleón (1804) y su introducción sucesiva en los diversos países. Para responder a esta nueva situación, en los últimos decenios la Iglesia ha dado importantes pasos. El Código de Derecho Canónico (CIC) de 1917 (can. 2356) trata a los divorciados vueltos a casar por lo civil como bígamos que sonipso facto infames y, según la gravedad de la culpa, pueden ser sancionados con la excomunión o la interdicción personal. El CIC de 1984 (can. 1093) no prevé más esto castigos graves; permanecen sólo restricciones menos graves. La Familiaris consortio(24) y la Sacramentum caritatis (29), por su parte, hablan incluso de modo de modo amoroso sobre estos cristianos. Aseguran que ellos no están excomulgados y son parte de la Iglesia, y los invita a participar en su vida. Hay aquí un nuevo tono.
Hoy nos encontramos en una situación similar a aquella del último concilio. Hubo entonces, por ejemplo sobre las cuestiones del ecumenismo y de la libertad de religión, encíclicas y decisiones del Santo Oficio que parecían excluirá cualquier otra vía. El Concilio sin violar la tradición dogmática vinculante abrió las puertas. Uno puede preguntarse: ¿No sería posible un desarrollo igual también en la presente cuestión, que no suprima la tradición vinculante de la fe, pero avance y profundice las tradiciones más recientes?
La respuesta puede ser sólo diferenciada. Las situaciones son muy diversas y deben distinguirse cuidadosamente. Una solución general para todos los casos no puede, por la tanto, existir. Me limito a dos situaciones, para las cuales algunos documentos oficiales han dado ya soluciones. Deseo limitarme sólo a las preguntas limitándome a indicar la dirección de las posibles respuestas. Pero dar una respuesta será competencia del Sínodo en sintonía con el Papa.
Primera situación. La Familiaris consortio afirma que algunos divorciados vueltos a casar están en conciencia subjetivamente convencidos que su anterior matrimonio irremediablemente roto nunca fue válido (FC 84). De hecho, muchos pastores están convencidos que tantos matrimonios celebrados en forma religiosa no han sido contraídos de manera válida. En efecto, como sacramento de la fe, el matrimonio presupone la fe y la aceptación de las características peculiares del matrimonio, a saber, la unidad y la indisolubilidad. En las situaciones actuales ¿podemos sin embargo presuponer que los esposos comparten la fe en el misterio definido por el sacramento y que comprenden y aceptan las condiciones canónicas para la validez de su matrimonio? ¿La praesumptio iuris de la cual parte el derecho eclesiástico, no es a menudo una fictio iuris?
Dado que el matrimonio, en cuanto sacramento, tiene carácter públicos, las decisiones sobre su validez no pueden dejarse solamente a la evaluación subjetiva de la persona involucrada. Según el Derecho canónico la evaluación es competencia de los tribunales eclesiásticos.
Dado que dichos tribunales no son de derecho divino sino desarrollados históricamente, uno se pregunta si la vía judicial debe ser la única vía para resolver el problema o si no cabría la posibilidad de otros procedimientos más pastorales y espirituales. Como alternativa se podría pensar que el obispo encargue esta tarea a un sacerdote con experiencia espiritual y pastoral como el penitenciario o el vicario episcopal.
Independientemente de la respuesta que se dé a tal pregunta, vale recordar el discurso del Papa Francisco leído el 24 de enero de 2014 a los oficiales del Tribunal de la Rota Romana, en el cual afirma que la dimensión jurídica y la dimensión pastoral no son contrapuestas. Por el contrario, la actividad judicial eclesial tiene una connotación profundamente pastoral. Por lo tanto cabe preguntarse: ¿Qué cosa quiere decir dimensión pastoral? Ciertamente no una actitud complaciente, lo que sería una concepción del todo equivocada tanto de lo pastoral como de la misericordia. La misericordia no excluye la justicia y no debe ser entendida como gracia a buen precio o en venta. La pastoral y la misericordia no se contraponen a la justicia sino, por así decirlo, son la justicia suprema, porque detrás de cada causa puede verse no sólo un caso por examinar desde la óptica de la regla general, sino una persona humana que, como tal, no puede representar solo un caso y tiene siempre una dignidad única. Esto exige una hermenéutica jurídica y pastoral que, de forma más que justa y con prudencia y sabiduría aplique una ley general a una situación concreta y a menudo compleja, o como ha dicho el Papa Francisco, una hermenéutica animada por el amor del Buen Pastor, que ve detrás de cada práctica, de cada postura, de cada causa, personas esperando justicia. ¿O es posible que se decida sobre el bien y el mal de la persona en segunda y tercera instancia solo con base en hechos, vale decir en cartas, pero sin conocer a la persona y su situación?
Segunda situación. Sería un error tratar de solucionar el problema sólo con una generosa extensión del procedimiento de nulidad matrimonial. Se crearía la peligrosa impresión de que la Iglesia procede de modo deshonesto al concederlo a aquellos que en realidad son divorciados. Muchos divorciados no quieren tal declaración de nulidad. Dicen: vivimos juntos, tuvimos hijos; esta es una realidad que no se puede declarar nula sólo por razones de falta de forma canónica del primer matrimonio. Por tanto debemos poner a consideración la cuestión más difícil de la situación del matrimonio rato y consumado entre bautizados, donde la comunión de vida matrimonial está irremediablemente rota y uno o ambos cónyuges contraen un segundo matrimonio civil.
Una advertencia la ha dado la Congregación para la Doctrina de la Fe ya en 1994 cuando estableció –y el papa Benedicto XVI lo ha repetido durante el encuentro internacional de la familia en Milán en 2012– que los divorciados vueltos a casar no podían recibir la comunión sacramental, pero podía recibir la espiritual. Ciertamente esto no vale para toto los divorciados sino para aquellos que están espiritualmente bien dispuestos. Sin embargo muchos estarán agradecidos por esta respuesta, que es una verdadera apertura.
Ella entraña sin embargo diversas preguntas. En efecto, quien recibe la comunión espiritual es una sola cosa con Jesús el Cristo; ¿cómo puede estar entonces en contradicción con el mandamiento de Cristo? ¿Por qué entonces no puede recibir también la comunión sacramental? Si excluimos de los sacramentos a los cristianos divorciados vueltos a casa que están dispuestos a acercarse a ellos y los referimos a la vía de salvación extrasacramental, ¿no ponemos en tela de juicio la estructura sacramental fundamental de la Iglesia? ¿Para qué sirven entonces la Iglesia y sus sacramentos? ¿No pagamos con esta respuesta un precio demasiado alto? Algunos sostienen que propiamente la no participación en la comunión es un signo de la sacralidad del sacramento. La pregunta que surge en respuesta es: ¿No se instrumentaliza a la persona que sufre y pide ayuda si no hacemos una señal y una advertencia para los otros? ¿Los dejamos morir sacramentalmente de hambre para que otros vivan?
La Iglesia primitiva da una indicación que puede servir como vía de salida del dilema, mismo que el profesor Joseph Ratzinger había ya mencionado en 1972. La Iglesia ha experimentado que entre los cristianos existe desde muy pronto la apostasía. Durante las persecuciones fueron los cristianos los que, siendo débiles, negaron el propio bautismo. Por estos lapsi la Iglesia desarrolló la práctica penitencial canónica como segundo bautismo, no con agua, sino con las lágrimas de la penitencia. Después del naufragio del pecado, el náufrago no debe tener a su disposición una segunda nave, pero sí una tabla de salvación.
De modo análogo, también entre los cristianos existía la dureza del corazón (Mt 19,8) y casos de adulterio con consecuente segundo enlace cuasi-matrimonial. La respuesta de los Padres de la Iglesia no fue unívoca. Lo cierto es que en las singulares iglesias locales existía el derecho consuetudinario con base en el cual los cristianos que, estando viva su primera pareja, vivían un segundo enlace, después de un tiempo de penitencia, tenían a su disposición no una segunda nave, no un segundo matrimonio, sino, a través de la de la participación en la comunión, una tabla de salvación. Orígenes habla de esta costumbre, definiéndola “no irracional”. También Basilio el Grande y Gregorio Nacianceno –¡dos padres de la Iglesia aún no dividida!– se refirieron a tal práctica. El mismo Agustín, por lo demás bastante severo con esta cuestión, al menos en un punto parece no haber excluido solución pastoral alguna. Estos Padres proponían, por razones pastorales, a fin de “evitar lo peor”, tolerar lo que de por sí es imposible aceptar. Existía por lo tanto una pastoral de la tolerancia, de la clemencia y de la indulgencia, y por muy buenas razones esta práctica contra el rigorismo de los novacianos fue confirmada por el Concilio de Nicea (325).
Como sucede a menudo, los detalles históricos sobre estas cuestiones generan controversia entre los expertos. En sus decisiones, la Iglesia no puede orientarse por una o por la otra posición. Sin embargo, en principio está claro que la Iglesia ha continuado siempre la búsqueda de una vía más allá del rigorismo y la laxitud, haciendo en esto referencia a la autoridad de atar y desatar (Mt 16,19;18,18; Jn 20,23) conferida por el Señor. En el Credo profesamos: credo in remissionem peccatorum. Esto significa: para el que se ha convertido el perdón siempre es posible. Si lo es para el asesino, cuanto más para el adúltero. Entonces, la penitencia y el sacramento de la penitencia son el camino para empatar estos dos aspectos: la obligación hacia la Palabra del Señor y la misericordia infinita de Dios. En este sentido la misericordia de Dios no era ni es una gracia barata que dispensa de la conversión. A la inversa, los sacramentos no son un premio para el que se comporta bien o para una élite, excluyendo a aquellos que más lo necesitan (EG 47). La misericordia corresponde a la fidelidad de Dios en su amor a los pecadores, que somos todos nosotros, y de la que necesitamos todos nosotros.
La pregunta es: ¿Esta vía más allá del rigorismo y de la laxitud, la via de la conversión, que fluye en el sacramento de la misericordia, el sacramento de la penitencia, es el camino que podemos recorrer en la presente cuestión? Un divorciado vuelto a casar: 1. si se arrepiente de su fracaso en el primer matrimonio, 2. si aclaradas las obligaciones del primer matrimonio es definitivamente imposible que regrese a él, 3. si no puede abandonar sin mayores prejuicios los compromisos asumidos con el nuevo compromiso civil, 4. si se esfuerza por vivir en la medida de sus posibilidades el segundo matrimonio a partir de la fe y por educar a los propios hijos en la fe, 5. si Desea los sacramentos como fuente de fortaleza en su situación, ¿debemos o podemos negarle, después de un tiempo de reorientación (metanoia), el sacramento de la penitencia y después de la comunión?
Esta posible vía no sería una solución general. No es el camino ancho para la gran masa, sino el camino estrecho de la parte más pequeña de divorciados vueltos a casa, sinceramente interesada en los sacramentos. ¿No deberíamos aquí evitar lo peor? En efecto, cuando los hijos de los divorciados vueltos a casar no ven a sus padres acercarse a los sacramentos por sí solos, tampoco ellos encuentran el camino hacia la confesión y la comunión. ¿No consideramos que podríamos perder incluso a la próxima generación e incluso más allá de ella? Nuestra praxis probada, ¿no demuestra ser contraproducente?
Un matrimonio civil descrito con criterios claros es distinto de otras formas de convivencia “irregular” como los matrimonios clandestinos, las parejas de hecho, sobre todo la fornicación y los llamados matrimonios salvajes. La vida no es solo blanco y negro; sino que tiene muchos matices.
De parte de la Iglesia, esta vía presupone discreción, discernimiento espiritual, sagacidad y sabiduría pastoral. Para el padre del monaquismo, Benito, la discretio es la madre de toda virtud y la virtud fundamental del abad. Lo mismo vale para el obispo. Como el rey Salomón que necesitó de “un corazón dócil, capaz… de distinguir el bien del mal” para gobernar a su pueblo con justicia (1Re 3,9). Esta discretio no es una fácil conciliación entre los extremos del rigorismo y la laxitud, sino, como toda virtud, una perfección más allá de estos extremos, el camino de la sana vía del justo medio y de la justa medida. En este sentido podemos aprender de muchos grandes y santos confesores, que sabían hacer bien este discernimiento espiritual (por ejemplo S. Alfonso de Logorio).
Espero que, por el camino de esta discretio, en el curso del proceso sinodal podamos encontrar una respuesta común para dar testimonio creíble de la Palabra de Dios en las difíciles situaciones humanas, como mensaje de fidelidad, pero también como mensaje de misericordia, de vida y de gozo.
Conclusiones
Retornando al tema del “Evangelio de la familia”. No podemos limitar el debate a la situación de los divorciados vueltos a casar y a las muchas otras situaciones pastorales difíciles que no fueron mencionadas en el presente contexto. Debemos asumir un punto de partida positivo y redescubrir y anunciar el Evangelio de la familia en toda su belleza. La verdad convence a través de su belleza. Debemos contribuir, con la palabra y los hechos, a que las personas encuentren la felicidad en la familia y en tal modo puedan dar a otras familias testimonio de su alegría. Debemos entender nuevamente a familia como Iglesia doméstica, hacerla la vía privilegiada de la nueva evangelización y de la renovación de la Iglesia, una Iglesia que está en el camino del pueblo y con el pueblo.
En familia las personas están en casa, o por lo menos cercanas a una casa en la familia. En las familias la Iglesia encuentra la realidad de la vida. Por ello las familias son banco de prueba de la pastoral y urgencia de la nueva evangelización. La familia es el futuro. También para la Iglesia constituye la vía de futuro.
Apéndice I. Fe implícita
La pedagogía de Dios es un tema constante de los Padres de la Iglesia (Clemente de Alejandría, Ireneo de Lyon y otros). La tradición escolástica ha desarrollado la doctrina de la fe implícita. Inspirada por Hb 11,1.6: “La fe es fundamento de las cosas que esperamos”, “cualquiera que se acerca a Dios debe creer que él existe y que recompensa a los que se le acercan”.
Para Tomás de Aquino el verdadero contenido de la fe es la fe en Dios. Según el, la fe en Dios, como meta y felicidad última del hombre, y en la providencia histórica de Dios, contiene implícitamente la verdad de fe como instrumentos de redención, y por tanto de la encarnación y la pasión de Cristo (S.Th II/II q.1 a.7). Puesto que en otros pasajes Tomás difiere respecto de las verdades de fe necesarias para la salvación (i.e. q.I a. 6 ad I), es posible considerar que es su afirmación central sobre el tema de la fe implícita (cfr. el apéndice de la Deutsche Thomasausgabe, vol. 15, München-Salazburg 1950, 431-437).
Así, la tesis según la cual para que el matrimonio sea válido es suficiente la intención de contraerlo como lo hacen los cristianos, permanece rezagado respecto de este requisito mínimo. En efecto, tal intención implica, para el que es cristiano solo por cultural, la mera intención de contraer matrimonio según el rito de la Iglesia, cosa que muchos no hacen por fe, sino por la solemnidad y el esplendor mayor del matrimonio religiosa respecto del civil.
Para la eficacia del sacramento es imprescindible creer en el Dios viviente, como meta y felicidad del hombre, y en su providencia, que quiere guiar nuestro camino de vida hacia la meta y la felicidad. A partir de esta convicción de fe inicial, pero fundamental, como requisito mínimo para la recepción eficaz del sacramento, la catequesis para la preparación al matrimonio religioso debe enseñar cómo Dios ha indicado concretamente esta meta y el camino hacia ella y hacia la felicidad en Jesús el Cristo, como su amor y su fidelidad se hacen activamente presentes a través de la Iglesia en el sacramento del matrimonio, para acompañar a los esposos y cónyuges, con los hijos que Dios quiera darles, en su futuro camino de vida común, y conducirles a la felicidad, a la vida en y con Dios, y finalmente a la vida eterna. De este modo, el misterio de Cristo y de la Iglesia, que se concretiza en el matrimonio, se develará paso a paso.
Apéndice II. Práctica de la Iglesia primitiva
Según el Nuevo Testamento, el adulterio y la fornicación son comportamientos en contraste fundamental con el ser cristiano. Así, en la Iglesia antigua, al lado de la apostasía y el homicidio, entre los pecados capitales que excluían de la Iglesia, estaba también el adulterio. En tanto que según el pensamiento veterotestamentario hebreo, la fornicación de un cónyuge “contaminaba” al otro cónyuge y a la comunidad entera (Lev 18,25,28;19,29; Dt 24,4; Os 4,2s; Jer 3,1-3,9), con base en la cláusula sobre el adulterio de Mateo, que escribía para los judeocristianos (Mt 5,32 y 19,9), al hombre le era permitido y a veces incluso necesario repudiar a la esposa adúltera. Por esta razón precisamente, desde el inicio los Padres han atribuido gran importancia al hecho de que, fuera hombre o mujer, aplicaban los mismos derechos y los mismos deberes.
No es sin embargo posible, obtener de estos testimonios completa claridad sobre la práctica de la Iglesia antigua en torno al repudio del adulterio. Estos textos, en efecto, no siempre distinguen entre adulterio y fornicación, bigamia simultánea y consecutiva después de la muerte del primer cónyuge (también esta última parte esta debatida), separación por muerte o por repudio. Sobre relativas cuestiones exegéticas e históricas existe una amplia literatura, entre la cual es casi imposible orientarse, e interpretaciones diferentes. Se puede citar por ejemplo por una parte a O. Cereti,Divorcio, nuevas nupcias y penitencia en la Iglesia primitiva, Bologna 1977, 2013, y por otra a I. Couzel, L’Eglise primitive face au divorce, Paris 1971, y a J. Ratzinger, Zur Frage der Unaufloslichkeit der Ehe. Bemerkugen zum dogmengeschichtilchen Befund und seiner gegenwärtigen Bedeutung, en F. Heinrich/ V. Eid, Ehe und Ehescheidung, München 1972, 35-56 (facsímil en L’Osservattore Romano 30 noviembre 2011).
No puede sin embargo haber duda alguna sobre el hecho que en la Iglesia primitiva, en muchas Iglesias locales, por derecho consuetudinario existía, después de un tiempo de arrepentimiento, la práctica de la tolerancia pastoral, de la clemencia y de la indulgencia. En el contexto de tal práctica quizá deba entenderse también el canon 8 del Concilio de Nicea (325), empleado contra el rigorismo de Novaciano. Este derecho consuetudinario está explícitamente atestiguado por Orígenes, que lo considera no excesivo (Comentario al Evangelio de Mateo XIV,23). Aunque Basilio el Grande (Carta 188, 4 y 199,18), Gregorio Nacianceno (Oratio 37) y algunos otros también lo refieren. Expliquemos el “non irragionevole” (no excesivo o no irracional) con la intención pastoral de “evitar un mayor mal”. En la Iglesia latina, por medio de la autoridad de Agustín esta práctica había sido abandonada a favor de una práctica más severa. Pero Agustín, en un pasaje habla de pecado venial (La fe y las obras, 19,35). No parece haber descartado en parte alguna solución pastoral. La Iglesia de Occidente, en las situaciones difíciles, para la decisión de los Sínodos también se acercó siempre, a soluciones concretas. El Concilio de Trento, según P. Fransen, Das Thema “Eheseheidung und Ehebruch”auf dem Konzil von Trient (1563), en: Concilium 6 (1970) 343-348, ha condenado la posición de Lutero, mas no la práctica de la Iglesia de Oriente. H. Jedin ha concordado con él en lo sustancial.
Las Iglesias ortodoxas han conservado, desde el punto de vista pastoral de la tradición de la Iglesia primitiva, el principio para ellos válido de la oikonomía. A partir del siglo VI, empero, tomando como referencia el derecho imperial bizantino, modificará su posición hacia la tolerancia pastoral, la clemencia y la indulgencia, reconociendo, junto a la cláusula del adulterio, también otros motivos de divorcio, que parten de la muerte moral y no solo física del vínculo matrimonial. La Iglesia de Occidente ha seguido otro camino. Excluye la disolución del matrimonio sacramental rato y consumado entre bautizados (CIC, can. 1141), pero reconoce el divorcio para el matrimonio no consumado (can. 1142), así como, por el privilegio paulino y petrino, para los matrimonios no sacramentales (can. 1143). Cercanas a ello son las declaraciones de nulidad por vicio de forma; sobre esto se puede sin embargo preguntar su se pone en primer plano, de modo unilateral, el punto de vista jurídico, históricamente más tardío.
Ratzinger ha sugerido comprender de modo nuevo la posición de Basilio. Pareciera ser una solución apropiada, que está también en la base de estas reflexiones mías. No podemos hacer referencia a una u otra interpretación histórica, que permanecen siempre controvertidas, y ni siquiera replicar simplemente la solución de la Iglesia primitiva en nuestra situación, que es completamente distinta. En la cambiante situación actual podemos sin embargo recuperar los conceptos básicos e intentar actualizarlos al presente, a la manera adecuada y justo a la luz del Evangelio.
* Cursivas y texto en corchetes son de la traducción. No aparecen en el original
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