martes, 28 de septiembre de 2010

La Pastoral del Mundo del Trabajo en una economía globalizada: Organización y perspectivas (CELAM)

CARTA ABIERTA A LOS TRABAJADORES Y
AGENTES DE LA PASTORAL DE TRABAJADORES
Discípulos misioneros en el mundo del trabajo

Convocados por el Departamento de Justicia y Solidaridad del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), en la sección “Laicos Constructores de Sociedad”, en la ciudad de Santiago de Chile, los días 26 al 30 de Julio del presente año, nos hemos encontrado agentes de pastoral procedentes de: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana y Venezuela, para participar en el seminario “La Pastoral del Mundo del Trabajo en una economía globalizada: Organización y perspectivas”.

El objetivo del seminario ha sido apoyar a las Conferencias Episcopales en la organización y el fortalecimiento de la Pastoral de los Trabajadores en el mundo del trabajo, para que sean los mismos trabajadores quienes vivan su vocación de discípulos misioneros en todos los ámbitos de la sociedad donde desarrollan su trabajo en distintas condiciones laborales, contribuyendo de esta manera al desarrollo sostenible y sustentable de nuestros pueblos. Que sean portadores de la buena noticia del trabajo y, con los mismos sentimientos de Jesucristo el Buen Pastor, se preocupen por brindar especial atención a quienes, por distintas razones, se encuentran cesantes y sufren al verse excluidos e injustamente violentados en su dignidad. Hemos tenido presentes en la oración y la reflexión a todos los trabajadores y trabajadoras de América Latina y el Caribe, como obreros del Reino, nos unimos a sus luchas y dificultades, a sus gozos y esperanzas.

Nuestras palabras son de aliento para que continuemos estrechando las manos en torno a quien nos anima y nos une, Jesucristo, el Carpintero de Nazareth, quien camina con no-sotros en este continente de la esperanza, y nos ha dado a la Virgen María como Madre y compañera de camino, ella está presente en las luchas diarias de sus hijos por la dignificación del ser humano y la consolidación de una sociedad más humana, fraterna, justa y solidaria.

Compartimos nuestra alegría y esperanza al encontrar múltiples experiencias de personas y organizaciones comprometidas con la evangelización del pueblo trabajador en el Continente. Experiencias que promueven la dignidad de la personas, fortalecen su espiritualidad, sus valores y su mística para realizar con dignidad y eficiencia su trabajo en la búsqueda de su realización personal y del desarrollo de la comunidad humana. Estas experiencias promueven la formación de nuevos liderazgos, el diálogo social y la concertación, la promoción de la economía solidaria, la atención a desempleados y desempleadas, la organización de los trabajadores y trabajadoras, la defensa de sus derechos y el apoyo a organizaciones de otra índole, con finalidad de lograr el bienestar de todos.

Sentimos nuestras, las dolorosas experiencias de los excluidos y de los injustamente maltratados en el mundo del trabajo. Nos preocupan las alarmantes situaciones que claman al cielo y son causa de dolor y tristeza: las difíciles condiciones de vida y de trabajo de millones de hermanos y hermanas de América Latina y el Caribe, las desigualdades sociales, la expansión de múltiples formas de precarización laboral en el Continente, la gravedad del aumento sostenido del desempleo en algunos de nuestros países, el crecimiento de la informalidad en el mundo del trabajo, la persistencia de formas de explotación como el trabajo forzoso, la trata de personas, el trabajo de niños y niñas no acorde a su edad, las amenazas en la permanencia laboral por causas ideológicas, la falta de seguridad social y de garantías laborales, como las precarias condiciones de trabajo y la persistente discriminación laboral de las mujeres y los jóvenes, quienes no tienen acceso a un trabajo decente, y sufren mayor desempleo.

Todo lo anterior es el resultado de la puesta en vigencia por décadas de sistemas sociales y económicos que ponen su interés en el capital y el mercado, explotando y violentando la dignidad humana y el auténtico sentido e importancia del trabajador en su propia realización personal, en su contribución al desarrollo de los pueblos y a la gestación de una economía con rostro humano, que tenga como centro la dignidad de cada persona; pero también es consecuencia de erráticas políticas públicas de algunos gobiernos de la región en las áreas económicas y laborales, que han privilegiado populismos y neopopulismos, que degradan a la persona al hacerla depender de las dádivas gubernamentales, antes que de la promoción de un trabajo decente y sostenido.

Ante a esta dolorosa situación, como discípulos misioneros, afirmamos con nuestros obispos que “el trabajo garantiza la dignidad y libertad del hombre, es probablemente `la clave esencial de toda la cuestión social´” (DA 120).

Nos identificamos plenamente con el Papa Benedicto XVI quién en la Encíclica “Caritas In Veritate”, nos exhorta a comprometernos con la promoción del Trabajo Decente entendido como: “Expresión de la dignidad esencial de todo hombre y mujer, libremente elegido, que asocia efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su co-munidad. Que hace que los trabajadores sean respetados, evitando toda discriminación, que permite satisfacer las necesidades de las familias y escolarizar a los hijos, sin que se vean obligados a trabajar. Facilita a los trabajadores organizarse libremente y hacer oír su voz, deja espacio para reencontrarse adecuadamente con las propias raíces en el ámbito personal, fami-liar y espiritual y asegura una condición digna a los trabajadores que llegan a la jubilación”. (CIV. 63)

Animados por el Espíritu de Jesús, el Carpintero (cf. Mc 6,3), quién dignificó al trabajo y al trabajador, y recuerda que el trabajo no es un mero apéndice de la vida sino que “constituye una dimensión fundamental de la existencia del hombre en la tierra” (LE. 4), a través del cual “el hombre y la mujer se realizan a sí mismos como seres humanos”. (LE. 9), les invitamos a multiplicar los esfuerzos para continuar la tarea evangelizadora en el complejo mundo del trabajo, de esta manera la Pastoral de los Trabajadores tendrá una relevante y exigente importancia en la vida ordinaria de las Conferencias Episcopales e Iglesias particulares.

Somos conscientes que los profundos cambios sociales que están afectando al mundo del trabajo, permiten desde la creatividad pastoral, diseñar y promover nuevas propuestas para hacer que todas las personas alcancen su pleno desarrollo y ayuden a consolidar un mundo donde se vivan los pertinentes derechos y deberes al servicio de toda la sociedad. Con este propósito consideramos oportuno compartir algunas propuestas que deben ser atendidas con prisa y sin demora, desde todas las estructuras sociales:

 Promover la cultura de la dignidad del trabajo y de los derechos laborales.
 Fortalecer los espacios de formación, reflexión y conocimiento de: la realidad del mundo y sus impactos en la vida de los trabajadores, la Doctrina Social de la Iglesia, los derechos y deberes laborales.
 Impulsar eficaces procesos de diálogo social que repercutan en un cambio de las condiciones de vida y de trabajo.
 Promover nuevos liderazgos, especialmente entre los jóvenes y mujeres, que susciten la solidaridad profética y la renovación de las organizaciones de trabajadores.
 Incentivar la espiritualidad y la mística en el compromiso con los trabajadores en el mundo del trabajo.
 Multiplicar los procesos y las acciones de solidaridad, acompañamiento, asesoría y apoyo de los trabajadores y trabajadoras, para que no sean vulnerados en sus derechos laborales o perseguidos por asociarse en la defensa de sus justas reivindicaciones.
 Promover, desde la pastoral de los Trabajadores en el mundo del trabajo, el cuidado de la creación como espacio de realización y contemplación de la obra de Dios.

Unidos a Jesús, la Palabra que se hizo carne y puso su morada entre nosotros, en esta ciudad capital donde el padre Alberto Hurtado, el gran santo chileno, se santificó con su apostolado en medio de los trabajadores, asumimos el compromiso de continuar con la infatigable labor por la dignificación del trabajo en todo este continente y con ella de todos los tra-bajadores y trabajadoras. Nos acogemos a la maternal protección de Nuestra Señora de Guadalupe, fiel defensora de los más pequeños, los amados de Dios.

Santiago de Chile, julio de 2010

lunes, 27 de septiembre de 2010

La pérdida de la Confesión es la raíz de muchos males en la Iglesia_ Card. Meisner


17.06.10

El Cardenal Meisner, Arzobispo de Colonia, pronunció una conferencia sobre "Conversión y misión" durante el encuentro internacional de sacerdotes en la conclusión del Año Sacerdotal. Aquí ofrecemos nuestra traducción en lengua española.
***
¡Queridos hermanos!

Ciertamente no trataré de brindaros una nueva exposición sobre la teología de la penitencia y de la misión. Pero quisiera dejarme guiar por el mismo Evangelio, junto a vosotros, hacia la conversión, para luego ser enviados por el Espíritu Santo a llevar a los hombres la buena noticia de Cristo.

En este camino, quisiera ahora recorrer con vosotros quince puntos de reflexión.

1. Debemos convertirnos nuevamente en una "Iglesia en camino a los hombres" (Geh-hin-Kirche), como le gustaba decir a mi predecesor, el entonces Arzobispo de Colonia, el cardenal Joseph Höffner. Esto, sin embargo, no puede ocurrir por un mandato. A esto nos debe mover el Espíritu Santo.

Una de las pérdidas más trágicas que nuestra Iglesia ha sufrido en la segunda mitad del siglo XX es la pérdida del Espíritu Santo en el sacramento de la Reconciliación. Para nosotros, los sacerdotes, esto ha causado una tremenda pérdida de perfil interior. Cuando los fieles cristianos me preguntan: "¿Cómo podemos ayudar a nuestros sacerdotes?", entonces siempre respondo: "¡Id a confesaros con ellos!". Allí donde el sacerdote ya no es confesor, se convierte en un trabajador social religioso. Le falta, de hecho, la experiencia del éxito pastoral más grande, es decir, cuando puede colaborar para que un pecador, también gracias a su ayuda, deje el confesionario siendo nuevamente una persona santificada. En el confesionario, el sacerdote puede echar una mirada al corazón de muchas personas y de esto le surgen impulsos, estímulos e inspiraciones para el propio seguimiento de Cristo.

2. A las puertas de Damasco, un pequeño hombre enfermo, san Pablo, es tirado al suelo y queda ciego. En la segunda Carta a los Corintios, él mismo nos habla de la impresión que sus adversarios tenían de su persona: era físicamente insignificante y de retórica débil (cfr. 2 Cor 10,10). A las ciudades del Asia Menor y de Europa, sin embargo, a través de este pequeño hombre enfermo, será anunciado, en los años venideros, el Evangelio. Las maravillas de Dios no ocurren nunca bajo los "reflectores" de la historia mundial. Estas se realizan siempre a un lado; precisamente, a las puertas de la ciudad como también en el secreto del confesionario. Esto debe ser para todos nosotros un gran consuelo, para nosotros que tenemos grandes responsabilidades pero, al mismo tiempo, somos conscientes de nuestras, a menudo limitadas, posibilidades. Forma parte de la estrategia de Dios: obtener, mediante pequeñas causas, efectos de grandes dimensiones. Pablo, derrotado a las puertas de Damasco, se convierte en el conquistador de las ciudades del Asia Menor y de Europa. Su misión es la de reunir a los llamados en la Iglesia, dentro de la "Ecclesia" de Dios. Aún si – vista desde fuera – es sólo una pequeña y oprimida minoría, es impulsada desde dentro, y Pablo la compara al cuerpo de Cristo, más aún, la identifica con el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Esta posibilidad de "recibir de las manos del Señor", en nuestra experiencia humana, se llama "conversión". La Iglesia es la "Ecclesia semper reformanda" y, en ella, tanto el sacerdote como el obispo son un "semper reformandus" que, como Pablo en Damasco, deben ser tirados a tierra desde el caballo siempre de nuevo para caer en los brazos de Dios misericordioso, que luego nos envía al mundo.

3. Por eso no es suficiente que en nuestro trabajo pastoral queramos aportar correcciones sólo a las estructuras de nuestra Iglesia para poder mostrarla más atractiva. ¡No basta! Tenemos necesidad de un cambio del corazón, de mi corazón. Sólo un Pablo convertido pudo cambiar el mundo, no un ingeniero de estructuras eclesiásticas. El sacerdote, a través de su ser en el estilo de vida de Jesús, está de tal modo habitado por Él que el mismo Jesús, en el sacerdote, se hace perceptible para los otros. En Juan 14, 23, leemos: "El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él". ¡Esto no es sólo una bella imagen! Si el corazón del sacerdote ama a Dios y vive en la gracia, Dios uno y trino viene personalmente a habitar en el corazón del sacerdote. Ciertamente, Dios es omnipresente. Dios habita en todos lados. El mundo es como una gran iglesia de Dios, pero el corazón del sacerdote es como un tabernáculo en la iglesia. Allí, Dios habita de un modo misterioso y particular.

4. El mayor obstáculo para permitir que Cristo sea percibido por los otros a través nuestro es el pecado. Este impide la presencia del Señor en nuestra existencia y, por eso, para nosotros no hay nada más necesario que la conversión, también en orden a la misión. Se trata, por decirlo sintéticamente, del sacramento de la Penitencia. Un sacerdote que no se encuentra, con frecuencia, tanto de un lado como del otro de la rejilla del confesionario, sufre daños permanentes en su alma y en su misión. Aquí vemos ciertamente una de las principales causas de la múltiple crisis en la que el sacerdocio ha estado en los últimos cincuenta años. La gracia especialmente particular del sacerdocio es aquella por la que el sacerdote puede sentirse "en su casa" en ambos lados de la rejilla del confesionario: como penitente y como ministro del perdón. Cuando el sacerdote se aleja del confesionario, entra en una grave crisis de identidad. El sacramento de la Penitencia es el lugar privilegiado para la profundización de la identidad del sacerdote, el cual está llamado a hacer que él mismo y los creyentes se acerquen a la plenitud de Cristo.

En la oración sacerdotal, Jesús habla a los suyos y a nuestro Padre celestial de esta identidad: "No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad" (Jn. 17,15-17). En el sacramento de la Penitencia, se trata de la verdad en nosotros. ¿Cómo es posible que no nos guste enfrentar la verdad?

5. Ahora debemos preguntarnos: ¿no hemos experimentado todavía la alegría de reconocer un error, admitirlo y pedir perdón a quien hemos ofendido? "Me levantaré e iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti" (Lc 15,18). ¿No conocemos la alegría de ver, entonces, cómo el Otro abre los brazos como el padre del hijo pródigo: "su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó" (Lc 15,20)? ¿No podemos imaginar, entonces, la alegría del padre, que nos ha vuelto a encontrar: "Y comenzó la fiesta" (Lc 15,24)? Si sabemos que esta fiesta es celebrada en el Cielo cada vez que nos convertimos, ¿por qué, entonces, no nos convertimos más frecuentemente? ¿Por qué – y aquí hablo de un modo muy humano – somos tan mezquinos con Dios y con los santos del Cielo al punto de dejarlos tan raramente celebrar una fiesta por el hecho de que nos hemos dejado abrazar por el corazón del Señor, del Padre?

6. A menudo no amamos este perdón explícito. Y, sin embargo, Dios nunca se muestra tanto como Dios como cuando perdona. ¡Dios es amor! ¡Él es el donarse en persona! Él da la gracia del perdón. Pero el amor más fuerte es aquel amor que supera el obstáculo principal al amor, es decir, el pecado. La gracia más grande es el ser perdonados (die Begnadigung), y el don más precioso es el darse (die Vergabung), es el perdón. Si no hubiese pecadores, que tuvieran más necesidad del perdón que del pan cotidiano, no podríamos conocer la profundidad del Corazón divino. El Señor lo subraya de modo explícito: "Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse" (Lc. 15,7). ¿Cómo es posible – preguntémonos una vez más – que un sacramento, que evoca tan gran alegría en el Cielo, suscita tanta antipatía sobre la tierra? Esto se debe a nuestra soberbia, a la constante tendencia de nuestro corazón a atrincherarse, a satisfacerse a sí mismo, a aislarse, a cerrarse sobre sí. En realidad, ¿qué preferimos?: ¿ser pecadores, a los que Dios perdona, o aparentar estar sin pecado, viviendo en la ilusión de presumirnos justos, dejando de lado la manifestación del amor de Dios? ¿Basta realmente con estar satisfechos de nosotros mismos? ¿Pero qué somos sin Dios? Sólo la humildad de un niño, como la han vivido los santos, nos deja soportar con alegría la diferencia entre nuestra indignidad y la magnificencia de Dios.

7. El fin de la confesión no es que nosotros, olvidando los pecados, no pensemos más en Dios. La confesión nos permite el acceso a una vida donde no se puede pensar en nada más que en Dios. Dios nos dice en el interior: "La única razón por la que has pecado es porque no puedes creer que yo te amo lo suficiente, que estás realmente en mi corazón, que encuentras en mí la ternura de la que tienes necesidad, que me alegro por el mínimo gesto que me ofreces, como testimonio de tu consentimiento, para perdonarte todo aquello que me traes en la confesión". Sabiendo de tal perdón, de tal amor, entonces seremos inundados de alegría y de gratitud. De este modo, perderemos progresivamente el deseo del pecado, y el sacramento de la Reconciliación se convertirá en una cita fija de la alegría en nuestra vida. Ir a confesarse significa hacer un poco más cordial el amor a Dios, sentir, decir y experimentar eficazmente, una vez más – porque la confesión no es estímulo sólo desde el exterior –, que Dios nos ama; confesarse significa recomenzar a creer – y, al mismo tiempo, a descubrir – que hasta ahora nunca hemos confiado de modo suficientemente profundo y que, por eso, debemos pedir perdón. Frente a Jesús, nos sentimos pecadores, nos descubrimos pecadores, que hemos dejado de lado las expectativas del Señor. Confesarse significa dejarse elevar por el Señor a su nivel divino.

8. El hijo pródigo abandona la casa paterna porque se ha vuelto incrédulo. Ya no tiene confianza en el amor del Padre, que lo satisface, y exige su parte de herencia para resolver por sí sólo todo lo que a él concierne. Cuando se decide a volver y pedir perdón, su corazón está aún muerto. Cree que ya no será amado, que ya no será considerado hijo. Vuelve sólo para no morir de hambre. ¡Esto es lo que llamamos contrición imperfecta! Pero hacía tiempo que el padre lo esperaba. Hacía tiempo que no tenía pensamiento que le diera más alegría que el de creer que el hijo podría volver un día a casa. Tan pronto lo ve, corre al encuentro, lo abraza, no le da tiempo ni siquiera para terminar su confesión, y llama a los sirvientes para hacerlo vestir, alimentar y curar. Dado que se le muestra un amor tan grande, el hijo, en ese momento, comienza también a sentirlo nuevamente, dejándose colmar. Un arrepentimiento inesperado le sobreviene. Esta es la contrición perfecta. Sólo cuando el padre lo abraza, él mide toda su ingratitud, su insolencia y su injusticia. Sólo entonces retorna verdaderamente, se vuelve a convertir en hijo, abierto y confidente con el padre, reencuentra la vida: "Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado" (Lc. 15,32), dice el padre, al respecto, al hijo que había permanecido en la casa.

9. El hijo mayor, "el justo", ha vivido un cambio similar – así, al menos, quisiéramos esperar que continúe la parábola. El caso de este hijo es, sin embargo, mucho más difícil. ¡No se puede decir que Dios ama a los pecadores más que a los justos! Una madre ama a su niño enfermo, al que dirige sus cuidados particulares, no más que a los niños sanos, a los que deja jugar solos, a los que expresa su amor – no ciertamente menor - pero de modo diverso. Mientras las personas rechazan reconocer y confesar los propios pecados, mientras siguen siendo pecadores orgullosos, Dios prefiere a los humildes pecadores.

Tiene paciencia con todos. El Padre tiene paciencia también con el hijo que se ha quedado en la casa. Le ruega y le habla con bondad: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo"  (Lc. 15,31). El perdón de la insensibilidad del hijo mayor no es expresado aquí pero está implícito. ¡Qué grande debe ser la vergüenza del hijo mayor frente a tal clemencia! Había previsto todo pero no ciertamente esta humilde ternura del padre. De repente, se encuentra desarmado, confundido, copartícipe de la alegría común. Y se pregunta cómo pudo pensar en quedarse a un lado, cómo pudo, aunque por un solo instante, preferir ser infeliz solo mientras todos los otros se amaban y se perdonaban mutuamente. Afortunadamente, el padre está allí y lo trata a tiempo. Afortunadamente, ¡el padre no es como él! Afortunadamente, el padre es mucho mejor que todos los otros juntos. Sólo Dios puede perdonar los pecados. Sólo Él puede realizar este gesto de gracia, de alegría y de abundancia de amor. Por eso, el sacramento de la Penitencia es la fuente de permanente renovación y de revitalización de nuestra existencia sacerdotal.

10. Por eso, para mí, la madurez espiritual de un candidato al sacerdocio, para recibir la ordenación sacerdotal, se hace evidente en el hecho de que reciba regularmente – al menos, en la frecuencia de una vez al mes – el sacramento de la Reconciliación. De hecho, es en el sacramento de la Penitencia donde encuentro al Padre misericordioso con los dones más preciosos que ha de dar, y esto es el donarse (Vergabung), el perdón y la gracia. Pero cuando alguno, a causa de su falta de frecuencia de confesión, dice al Padre: "¡Ten para ti tus preciosos dones! Yo no tengo necesidad de ti y de tus dones", entonces deja de ser hijo porque se excluye de la paternidad de Dios, porque ya no quiere recibir sus preciosos dones. Y si ya no es más hijo del Padre celestial, entonces no puede convertirse en sacerdote, porque el sacerdote, a través del bautismo, es antes que nada hijo del Padre y, luego mediante la ordenación sacerdotal, es con Cristo, hijo con el Hijo. Sólo entonces podrá ser realmente hermano de los hombres.

11. El paso de la conversión a la misión puede mostrarse, en primer lugar, en el hecho de que yo paso de un lado al otro de la rejilla del confesionario, de la parte del penitente a la parte del confesor. La pérdida del sacramento de la Reconciliación es la raíz de muchos males en la vida de la Iglesia y en la vida del sacerdote. Y la así llamada crisis del sacramento de la Penitencia no se debe sólo a que la gente no vaya más a confesarse sino a que nosotros, sacerdotes, ya no estamos presentes en el confesionario. Un confesionario en que el está presente un sacerdote, en una iglesia vacía, es el símbolo más conmovedor de la paciencia de Dios que espera. Así es Dios. Él nos espera toda la vida. En mis treinta y cinco años de ministerio episcopal conozco ejemplos conmovedores de sacerdotes presentes cotidianamente en el confesionario, sin que viniera un penitente; hasta que, un día, el primer o la primera penitente, después de meses o años de espera, se hizo finalmente presente. De este modo, por así decir, se ha desbloqueado la situación. Desde ese momento, el confesionario empezó a ser muy frecuentado. Aquí el sacerdote está llamado a poner de su parte todos los trabajos exteriores de planificación de la pastoral de grupo para sumergirse en las necesidades personales de cada uno. Y aquí debe, sobre todo, escuchar más que hablar. Una herida purulenta en el cuerpo sólo puede sanar si puede sangrar hasta el final. El corazón herido del hombre puede sanar sólo si puede sangrar hasta el final, si puede desahogar todo. Y se puede desahogar sólo si hay alguien que escucha, en la absoluta discreción del sacramento de la Reconciliación. Para el confesor es importante, primero que nada, no hablar sino escuchar. ¡Cuántos impulsos interiores experimenta y recibe el sacerdote, precisamente en la administración del sacramento de la confesión, que le sirven para su seguimiento de Cristo! Aquí puede sentir y constatar cuánto más avanzados que él, en el seguimiento de Cristo, están los simples fieles católicos, hombres, mujeres y niños.

12. Si nos falta en gran parte este ámbito esencial del servicio sacerdotal, entonces caemos fácilmente en una mentalidad funcionalista o en el nivel de una mera técnica pastoral. Nuestro estar a ambos lados de la rejilla del confesionario nos lleva, a través de nuestro testimonio, a permitir que Cristo se haga perceptible para el pueblo. Para decirlo claramente, con un ejemplo negativo: quien entra en contacto con el material radioactivo, también él se vuelve radioactivo. Si luego se pone en contacto con otro, entonces también -éste quedará igualmente infectado por la radioactividad. Pero ahora volvamos al ejemplo positivo: aquellos que entran en contacto con Cristo, se vuelven "Cristo-activos". Y si, entonces, el sacerdote, siendo "Cristo-activo", se pone en contacto con otras personas, éstas ciertamente serán "infectadas" por su "Cristo-actividad". Ésta es la misión, así como fue concebida y estuvo presente desde el comienzo del cristianismo. La gente se reunía en torno a la persona de Jesús para tocarlo, aunque sólo fuera el borde de su manto. Y quedaban sanados incluso cuando esto ocurría mientras Él estaba de espaldas: "porque salía de él una fuerza que sanaba a todos" (Lc. 6,19).

13. Con nosotros, en cambio, con frecuencia las personas huyen, ya no buscan nuestra cercanía para entrar en contacto con nosotros. Por el contrario, como dije, se nos escapan. Para evitar que esto suceda, debemos plantearnos la pregunta: ¿con quién entran en contacto cuando se ponen en contacto conmigo? ¿Con Jesucristo, en su infinito amor por la humanidad, o bien con alguna privada opinión teológica o alguna queja sobre la situación de la Iglesia y del mundo? A través de nosotros, ¿entran en contacto con Jesucristo? Si este es el caso, entonces las personas tendrán vida. Hablarán entre ellas de tal sacerdote. Se expresarán sobre él con términos similares: "Con él sí se puede hablar. Me entiende. Realmente puede ayudar". Estoy profundamente convencido de que la gente tiene una profunda nostalgia de tales sacerdotes, en los cuales pueden encontrar auténticamente a Cristo, que los hace libres de todos los lazos y los vincula a su Persona.

14. Para poder perdonar realmente, tenemos necesidad de mucho amor. El único perdón que podemos conceder realmente es el que hemos recibido de Dios. Sólo si experimentamos al Padre misericordioso, podemos hacernos hermanos misericordiosos para los otros. Aquel que no perdona, no ama. Aquel que perdona poco, ama poco. Quien perdona mucho, ama mucho. Cuando dejamos el confesionario, que es el punto de partida de nuestra misión, tanto de un lado como del otro de la rejilla, entonces se quisiera abrazar a todos, para pedirles perdón y esto ocurre especialmente después de habernos confesado. Yo mismo he experimentado de forma tan gratificante el amor de Dios que perdona, como para poder solamente pedir con urgencia: "¡Acoge también tú su perdón! Toma una parte del mío, que ahora he recibido en sobreabundancia. ¡Y perdóname que te lo ofrezca tan mal!". Con la confesión se vuelve dentro del mismo movimiento del amor de Dios y del amor fraterno, en la unión con Dios y con la Iglesia, del cual nos había excluido el pecado. Si Dios nos ha enseñado a amar de un modo nuevo, podemos y debemos amar a todos los hombres. Si no fuese así, sería un signo de que no nos hemos confesado bien y que, por lo tanto, deberíamos confesarnos de nuevo.

Probablemente, el más grande sacerdote confesor de nuestra Iglesia es el Santo Cura de Ars. Gracias a él tenemos el Año Sacerdotal y, por lo tanto, nuestro actual encuentro como sacerdotes y obispos con el Santo Padre aquí en Roma. Con este santo párroco he reflexionado sobre el misterio de la santa confesión ya que su ministerio cotidiano de la reconciliación, en el confesionario de Ars, ha hecho que se convirtiera en un gran misionero para el mundo. Se ha dicho que, como sacerdote confesor, ha vencido espiritualmente a la Revolución francesa. Lo que me ha inspirado este diálogo espiritual con Juan María Vianney, lo he dicho aquí. Sin embargo, me ha recordado también algo muy importante.

15. ¡Amamos a todos, perdonamos a todos! ¡Hay que prestar atención, sin embargo, a no olvidar a una persona! Existe un ser, de hecho, que nos desilusiona y nos pesa, un ser con el que estamos constantemente insatisfechos. Y somos nosotros mismos. Con frecuencia tenemos bastante de nosotros. Estamos hartos de nuestra mediocridad y cansados de nuestra misma monotonía. Vivimos en un estado de ánimo frío e incluso con una increíble indiferencia hacia este prójimo más próximo que Dios nos ha confiado para que le hagamos tocar el perdón divino. Y este prójimo más próximo somos nosotros mismos. Está dicho, de hecho, que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (cfr. Lv. 19,18). Por lo tanto, debemos amarnos también a nosotros mismos así como tratamos de amar a nuestro prójimo. Entonces debemos pedir a Dios que nos enseñe que debemos perdonarnos: la rabia de nuestro orgullo, las desilusiones de nuestra ambición. Pidamos que la bondad, la ternura, la paciencia y la confianza indecible con la que Él nos perdona, nos conquiste hasta el punto de que nos liberemos del cansancio de nosotros mismos, que nos acompaña por todas partes, y con frecuencia incluso nos causa vergüenza. No somos capaces de reconocer el amor de Dios por nosotros sin modificar también la opinión que tenemos de nosotros mismos, sin reconocer a Dios mismo el derecho de amarnos. El perdón de Dios nos reconcilia con Él, con nosotros, con nuestros hermanos y hermanas, y con todo el mundo. Nos hace auténticos misioneros.

¿Lo creéis, queridos hermanos? ¡Probadlo, hoy mismo!

 
+ Joachim Card. Meisner
Arzobispo de Colonia
***
Fuente: Annus Sacerdotalis

 
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Misión Continental Permanente


PROVINCIA ECLESIASTICA DE MONTERREY
Asunto: MISIÓN CONTINENTAL PERMANENTE
2 de Agosto de 2010


A TODO EL PUEBLO DE DIOS QUE PEREGRINA EN LA PROVINCIA ECLESIÁSTICA DE MONTERREY
Llegue a ustedes la gracia y la paz que proceden de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo (1 Cor. 1, 3)

Cristo, nuestro Señor, que "ha llenado nuestras vidas de 'sentido', de verdad y amor, de alegría y de esperanza" (DA 548) esté con todos ustedes.
Conscientes de que "conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo". (DA 29), los obispos, pastores de las Iglesias particulares que forman la Provincia Eclesiástica de Monterrey, saludamos cordialmente a las comunidades diocesanas de Monterrey, Linares, Saltillo, Piedras Negras, Tampico, Cd. Victoria, Matamoros y Nuevo Laredo.
Nos proponemos mediante esta comunicación animar a todas nuestras comunidades para comprometernos decididamente en la misión permanente como nuestro único cometido, recordando que la Iglesia existe para evangelizar.


LA REALIDAD SOCIAL DE NUESTRA PROVINCIA NECESITA DEL EVANGELIO
Porque en ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos (Hech.  4, 12)

Nuestro pueblo, sin  duda, participa de la tradición cultural latinoamericana de profundas raíces cristianas: el amor a la familia y su esfuerzo permanente por mantenerla unida, el empeño diario en el trabajo aún en medio de dificultades, la amistad franca y sincera donde siempre hay una mano abierta para recibir al amigo, la solidaridad para apoyarse unos a otros en la adversidad, el sentido de fiesta, especialmente en eventos religiosos.
Pero la situación de nuestra región nos interpela profundamente con su inseguridad, violencia, falta de respeto a la vida y a la dignidad de la persona humana, la pobreza y marginación, los sufrimientos de los migrantes,  los desempleados, los presos, etc. Este escenario que abunda en rostros sufrientes, hace  inexcusable el cumplimiento integral de nuestra tarea y nos desafía para "revitalizar nuestro modo de ser católico y nuestras opciones personales por el Señor" (DA 13), para que la fe arraigue más profundamente en el corazón de las personas y de nuestro pueblo.
Las circunstancias actuales demandan de nosotros una acción pastoral organizada, planificada y dirigida a suscitar y consolidar la fe, formando una generación nueva de líderes católicos capaces de anunciar la Buena Noticia en la política, la economía, la cultura de nuestra sociedad, ante "un cierto debilitamiento de la vida cristiana en el conjunto de la sociedad y de la propia pertenencia a la Iglesia católica" (SS Benedicto XVI, DI 2).
Todos cuantos están heridos por las adversidades, cuantos yacen al borde del camino pidiendo limosna y compasión, necesitan de la alegría del Evangelio que es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio (DA 29). Los discípulos sabemos que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro (Cfr. DA 146).
Estamos convencidos de que el mejor servicio, verdadera y profundamente liberador, que podemos ofrecer es anunciar que en  Cristo, Dios nuestro Padre nos llama a formar una humanidad nueva, animada por su Espíritu; proclamar el Evangelio de Jesucristo lo cual lleva consigo la buena nueva de la dignidad humana, de la vida, de la familia, del trabajo, de la ciencia y de la solidaridad con la creación (DA 103).
 Como discípulos y misioneros, estamos llamados a intensificar nuestra respuesta de fe y a anunciar que Cristo ha redimido todos los pecados y males de la humanidad (Cfr.  DA 134). La respuesta a su llamada exige entrar en la dinámica del Buen Samaritano, que nos da el imperativo de hacernos prójimos, especialmente con el que sufre, y generar una sociedad sin excluidos, siguiendo la práctica de Jesús que come con publicanos y pecadores, que acoge a los pequeños y a los niños, que sana a los leprosos, que perdona y libera a la mujer pecadora, que habla con la Samaritana (DA 135).
Mediante el cumplimiento de la misión, como discípulos misioneros, como Iglesia de Jesucristo, "Ofrecemos en esta situación al servicio de nuestra Patria, lo que la Iglesia tiene como propio, una visión global y trascendente del hombre y de la humanidad. Sólo si hay mujeres y hombres nuevos habrá también un mundo nuevo, un mundo renovado y mejor. Por eso consideramos que lo primero que hay que hacer para superar la crisis de inseguridad y violencia es la renovación de los corazones. Vivir el Evangelio nos hace ser hermanos y constructores de Paz, pues 'nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos…'" (Mensaje del Episcopado Mexicano al Pueblo de México, 12 de noviembre de 2009, No. 8)


CONVOCATORIA DESDE APARECIDA
Cuando terminaron de orar, tembló el lugar donde estaban reunidos; todos quedaron llenos del Espíritu Santo y anunciaban decididamente la Palabra de Dios. (Hechos 4, 31)

"Desde el cenáculo de Aparecida", en el vigor del Espíritu Santo, hemos sido convocados a vivir con entusiasmo la Gran Misión Continental,  "misión que debe llegar a todos, ser permanente y profunda" (Mensaje Final de Aparecida).
Una Gran Misión que profundice y enriquezca todas las razones y motivaciones que permitan convertir a cada creyente, en nuestras diócesis y parroquias, en un auténtico discípulo misionero y desarrollar ampliamente la dimensión misionera de la vida en Cristo.
Misión, que es rica, compleja y dinámica, que comporta elementos variados (Cfr. EN 17 y 24): la vida nueva en Cristo "el único Salvador de la humanidad" (DA 22), el testimonio creíble de la comunidad cristiana, el anuncio explícito de Jesucristo (primero por el kerigma, enseguida por la catequesis básica o de iniciación y culminando mediante la catequesis permanente), la adhesión creciente, cada vez más profunda, del corazón, la entrada en la comunidad eclesial con un nuevo estilo de vida en el amor fraterno y el compromiso social, la acogida de los sacramentos, particularmente la Eucaristía como fuente, centro y culmen de la vida cristiana, y las iniciativas corresponsables de apostolado de todos los discípulos misioneros.
"Toda la actividad de la Iglesia es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos, empresa tantas veces heroica en su realización histórica; y busca su promoción en los diversos ámbitos de la actividad humana (Deus Caritas est 19).
Para ello, nuestra Provincia Eclesiástica, con toda la Iglesia latinoamericana necesita "una fuerte conmoción que le impida instalarse en la comodidad, el estancamiento y en la tibieza, al margen del sufrimiento de los pobres del Continente… un nuevo Pentecostés que nos libre de la fatiga, la desilusión, la acomodación al ambiente; una venida del Espíritu que renueve nuestra alegría y nuestra esperanza". (Cfr. DA 362). Una verdadera renovación de la vida cristiana en el pueblo de Dios.


EN COMUNIÓN ECLESIAL
Traten de conservar la unidad del Espíritu, mediante el vínculo de la paz. Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida.  (Ef. 4, 3-4)

Este Pueblo de Dios, del que somos porción, se construye como una comunión de Iglesias particulares (diócesis) en comunión con el Obispo de Roma. En cada diócesis, confiada a un obispo para que la apaciente con su presbiterio y la reúna y alimente mediante la Palabra y la Eucaristía, la Iglesia Católica existe y se manifiesta. Cada una de nuestras Iglesias particulares es totalmente Iglesia, pero no es toda la Iglesia, ella debe estar en comunión con las otras Iglesias particulares y bajo el pastoreo supremo del Papa. (cfr. DA 165-166)
La Iglesia es comunión en el amor. Comunión que tiene su cumbre, centro y fuente en la Eucaristía. La comunión es la esencia y el signo por la cual está llamada a ser reconocida como seguidora de Cristo y servidora de la humanidad (Cfr. DA 161) Por eso, las Iglesias locales y los obispos expresamos nuestra solicitud por todas las Iglesias, especialmente por las más cercanas, reuniéndonos en diversas formas de asociación. Así es en las Provincias Eclesiásticas integradas por diócesis de una misma Región. (cfr. DA 182). Por ello, teniendo en cuenta las relaciones de hermandad que nos unen, y conscientes de que al llamarnos y elegirnos, el Señor nos ha confiado la tarea de transmitir el tesoro de la fe (cfr. DA 18), dirigimos a ustedes este mensaje, conscientes de que "la comunión y la misión están profundamente unidas entre sí… La comunión es misionera y la misión es para la comunión" (ChL 32).


PROPÓSITO FUNDAMENTAL
Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! (1 Cor.  9, 16)

"No tenemos otra dicha ni otra prioridad que ser instrumentos del Espíritu de Dios, en Iglesia, para que Jesucristo sea encontrado, seguido, amado, adorado, anunciado y comunicado a todos" (DA 14).
La misión es compartir la experiencia del acontecimiento del encuentro con Cristo, testimoniarlo y anunciarlo de persona a persona, de comunidad a comunidad, y de la Iglesia a todos los confines del mundo (Cfr. Hch. 1, 8; DA 145).
Desde un encuentro personal con Jesucristo, a partir del Kerigma, estamos ante el desafío de suscitar discípulos misioneros y de revitalizar nuestro modo de ser católico y nuestras opciones personales por el Señor, para que la fe cristiana arraigue más profundamente en el corazón de todos los habitantes de esta región noreste de nuestra Patria.


PROCESO EVANGELIZADOR
« ¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas ». (Mc 4, 30-32)

En la formación de discípulos misioneros,  el documento de Aparecida destaca cinco aspectos fundamentales en su proceso (Cfr. DA 278): El encuentro con Jesucristo, La Conversión, el Discipulado, la Comunión y la Misión.

1º  El Encuentro con Jesucristo:
«Hemos encontrado al Mesías» (Jn. 1, 41)

Propiciar el encuentro con Él da origen a la iniciación cristiana. Este encuentro debemos renovarlo constantemente por el testimonio personal, el anuncio del kerygma. "No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Deus Caritas est 1)
Todos los planes pastorales de nuestras diócesis, parroquias, comunidades religiosas, movimientos y de cualquier institución de esta Provincia eclesiástica de Monterrey deberán renovarse constantemente por la acción misionera de la comunidad que conduzca al encuentro de ojos abiertos y corazón palpitante con el Señor resucitado.
Encontramos a Jesús en la Sagrada Escritura, leída en la Iglesia; lo encontramos de modo admirable, en la Sagrada Liturgia; la Eucaristía es el lugar privilegiado del encuentro del discípulo con Él; el sacramento de la reconciliación es donde el pecador experimenta de manera singular el encuentro con Jesucristo; la oración personal y comunitaria permite cultiva una relación de profunda amistad con el Señor Jesús quien está presente en medio de una comunidad viva en la fe y en el amor fraterno; pero también lo encontramos de un modo especial en los pobres, afligidos y enfermos (cf. Mt 25, 37-40), que reclaman nuestro compromiso.


 2º La Conversión:
El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente. (2 Cor. 5, 17)

Al encuentro sigue la respuesta de quien ha escuchado al Señor con admiración, cree en Él por la acción del Espíritu, se decide a ser su amigo e ir tras de Él, cambiando su forma de pensar y de vivir.  Esta nueva vida en Jesucristo toca al ser humano entero y desarrolla en plenitud la existencia humana (Cfr. DA 356).
Conversión que nos dispone a vivir la vida en abundancia traída por Jesús.
Jesucristo es plenitud de vida que eleva la condición humana a condición divina para su gloria. "Yo he venido para dar vida a los hombres y para que la tengan en plenitud" (Jn. 10, 10). Vida nueva en Jesucristo que toca al ser humano entero y desarrolla en plenitud su existencia (Cfr. DA 356).



3º  El Discipulado:
Vayan, entonces, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Mt 28, 19-20)

Quien se ha decidido a seguir a Cristo entra en un proceso de cambio que transfigura los variados aspectos de la propia vida. La persona madura constantemente en el conocimiento, amor y seguimiento de Jesús maestro, profundiza en el misterio de su persona, de su ejemplo y de su doctrina, para lo cual es primordial la Catequesis.
En cada una de nuestras diócesis debemos tener proyectos orgánicos de formación en la fe. Redoblar esfuerzos para tener equipos de formación convenientemente preparados con la presencia y contribución de laicos y laicas. Cuanto más capaces sean nuestras diócesis de dar la prioridad a la educación en la fe de niños, jóvenes y adultos, tanto más nuestras  comunidades encontrarán en la catequesis una consolidación de su vida interna como comunidades de discípulos y de su actividad misionera (Cfr. CT 15).
Destacamos que la formación de los laicos y laicas, de acuerdo a su espiritualidad propia, debe contribuir, ante todo, a una actuación como discípulos misioneros en el mundo, en la perspectiva del diálogo y de la transformación de la sociedad además de su plena integración en la comunidad cristiana.


La Comunión:
Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. (Jn. 17, 21)

No puede haber vida cristiana sino en comunidad. La vocación al discipulado misionero es con-vocación a la comunión en su Iglesia. No hay discipulado sin comunión… La fe nos libera del aislamiento del yo, porque nos lleva a la comunión". Esto significa que una dimensión constitutiva del acontecimiento cristiano es la pertenencia a una comunidad concreta, en la que podamos vivir una experiencia permanente de discipulado y de comunión (DA 156).
Cada Diócesis, presidida por su Obispo, es el primer ámbito de la comunión y la misión. Ella debe impulsar y conducir una acción pastoral orgánica renovada y vigorosa, de manera que la variedad de carismas, ministerios, servicios y organizaciones se orienten en un mismo proyecto misionero para comunicar vida en el propio territorio. Tengamos en cuenta que un proyecto sólo es eficiente si cada comunidad cristiana, cada parroquia, cada comunidad educativa, cada comunidad de vida consagrada, cada asociación o movimiento y cada pequeña comunidad se insertan activamente en la pastoral orgánica de su diócesis (DA 169).
Entre las comunidades eclesiales, en las que viven y se forman los discípulos misioneros de Jesucristo, sobresalen las Parroquias, células vivas de la Iglesia y el lugar privilegiado en el que la mayoría de los fieles tienen una experiencia concreta de Cristo y la comunión eclesial. Están llamadas a ser casas y escuelas de comunión.  
Uno de nuestros anhelos más grandes es el de una valiente acción renovadora de las Parroquias. Renovación que exige el que reformulemos sus estructuras, para que sea una red de comunidades y grupos.


La Misión:
«Navega mar adentro, y echen las redes» (Lc. 5, 4)

El discípulo, a medida que conoce y ama a su Señor, experimenta la necesidad de compartir con otros su alegría de ser enviado, de ir al mundo a anunciar a Jesucristo.
Ninguna comunidad debe excusarse de entrar decididamente, con todas sus fuerzas, en los procesos constantes de renovación misionera, y de abandonar las estructuras caducas que ya no favorezcan la transmisión de la fe (DA 365).
Debemos vivir el paso de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente  misionera que haga que la Iglesia se  manifieste como una madre que sale al encuentro, una casa acogedora,  una escuela permanente de comunión misionera (DA 370). 
Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar… Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas… que irradien el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo. El gran desafío es que todos los bautizados participemos consciente y alegremente en la misión, de tal manera que nuestra parroquia sea una COMUNIDAD MISIONERA DE COMUNIDADES MISIONERAS.   El Mensaje al Pueblo de Dios del Sínodo de los Obispo sobre la Palabra de Dios, nos exhorta a salir,  con actitud decididamente misionera a anunciar la Palabra del Señor: "La Palabra de Dios personificada "sale" de su casa, del templo, y se encamina al o largo de los caminos del mundo" (n. 10). Salir casa por casa por las calles de nuestras ciudades y poblados.


TAREAS BÁSICAS

La experiencia religiosa.

«No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y camina» (Hech. 3, 6)

En los programas y proyectos pastorales, tanto diocesanos como parroquiales, del seminario o de los movimientos y asociaciones laicales, de las comunidades de vida consagrada o de los colegios católicos y demás organismos eclesiales, queremos que no falte, de ninguna manera, ofrecer a todos un "encuentro personal con Jesucristo", una experiencia religiosa profunda e intensa, un anuncio kerigmático y el testimonio personal de los evangelizadores, que lleve a una conversión personal y a un cambio de vida integral. No una devoción superficial, sino una experiencia profundamente transformadora.                


La vivencia comunitaria.
La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma (Hech. 4, 32) 
Queremos que nuestras diócesis, parroquias, seminarios, comunidades religiosas, movimientos, colegios, sean comunidades cristianas, en donde todos se sientan acogidos fraternalmente, valorados e incluidos, miembros de una comunidad eclesial y corresponsables en su desarrollo.

La formación bíblico-doctrinal.
Ustedes crezcan en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2 Pe 3, 18)

Junto con una fuerte experiencia religiosa y una destacada convivencia comunitaria, todos necesitamos profundizar el conocimiento de la Palabra de Dios y los contenidos de la fe. Por ello queremos esforzarnos por ofrecer cada vez mejores oportunidades de formación en nuestras diócesis y parroquias.

El compromiso misionero de toda la comunidad.

¡Qué hermosos son los pasos de los que anuncian buenas noticias! (Is.  52, 5)

Que todos, Obispos, sacerdotes, consagrados y fieles laicos, salgamos al encuentro de quienes han abandonado la Iglesia, de quienes están alejados del influjo del evangelio y de quienes aún no han experimentado el don de la fe. Que nos interesemos por su situación, a fin de reencantarlos con la Iglesia e invitarlos a volver a ella. 


¡ANIMO!, ¡QUE NADIE SE QUEDE CON LOS BRAZOS CRUZADOS!
Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación (Mc 16, 15)

Jesús invita a todos a participar de su misión. ¡Que nadie se quede de brazos cruzados! Ser misionero es ser anunciador de Jesucristo con creatividad y audacia (Mensaje Final de Aparecida)
Una firme decisión misionera debe impregnar todas las estructuras eclesiales y todos los planes pastorales de diócesis, parroquias, comunidades religiosas, movimientos y de cualquier institución de la Iglesia.
Ninguna comunidad diocesana debe excusarse de entrar decididamente, con todas sus fuerzas, en los procesos constantes de renovación misionera, y de abandonar las estructuras caducas que ya no favorezcan la transmisión de la fe para ubicarse en ese estado de misión permanente (DA 365), porque la  misión que no se limita a un tiempo sino que es un estilo de vida que refleja nuestra identidad de discípulos misioneros en la Iglesia.  
Para ello insistimos en el imperativo de Aparecida: es preciso vivir una conversión pastoral en nuestras comunidades que nos haga pasar de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera; que implica escuchar con atención y discernir "lo que el Espíritu está diciendo a las Iglesias" (Ap. 2, 29) a través de los signos de los tiempos en los que Dios se manifiesta; que requiere que las comunidades eclesiales sean comunidades de discípulos misioneros en torno a Jesucristo, Maestro y Pastor. De allí, nace la actitud de apertura, de diálogo y disponibilidad para promover la corresponsabilidad y participación efectiva de todos los fieles en la vida de las comunidades cristianas. Hoy, más que nunca, el testimonio de comunión eclesial y la santidad son una urgencia pastoral. La programación pastoral ha de inspirarse en el mandamiento nuevo del amor
Ningún bautizado, ningún agente de pastoral debe quedarse al margen. Obispos y sacerdotes, consagrados y consagradas, laicos y laicas, todos. Pongámonos o sigamos viviendo en estado de misión permanente.
A todas las familias cristianas de nuestra provincia eclesiástica les animamos a cumplir plenamente con su cometido "la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa". ¡Familia, se lo que eres! (Cfr. Familiaris Consortio 17)
A las comunidades parroquiales, les animamos a que con valentía renueven sus estructuras para que sean cada vez más comunidad de comunidades misioneras
A las comunidades de consagrados y consagradas, don divino que la Iglesia ha recibido de su Señor, les animamos a ser fieles a sus carismas, insertándose en los planes pastorales en cada iglesia particular.
A todos los presbíteros los animamos a unirnos en la fidelidad en el ejercicio del ministerio y en la vida de oración, la búsqueda de la santidad, la entrega total a Dios al servicio de los hermanos y hermanas, gastando nuestra vida en el testimonio de un sacerdocio bien vivido, condición indispensable para vivir la conversión pastoral y con un nuevo ardor realizar en nuestras comunidades la misión continental permanente. Salgamos con nuestros laicos por los caminos de la misión en las ciudades y comunidades más alejadas, al encuentro de las familias ¡Vayamos a sus hogares!
A los diáconos y seminaristas, les exhortamos a que pongan todo su entusiasmo y entrega para afrontar con audacia los desafíos de la misión. Sigan preparándose con la conciencia de que la misión es el proyecto de Cristo a realizar  (Mc.. 16, 15), y es la orientación que darán permanentemente a su ministerio como discípulos de Cristo, porque "la Iglesia existe para evangelizar" (EN 14).   
El buen resultado de esta misión, proviene sobre todo de la unión con Cristo y de la acción de su Espíritu. Por eso, con el fuego del Espíritu Santo, avancemos. Confiamos a María, nuestra señora de Guadalupe, Madre de Dios y Madre nuestra, primera discípula misionera, los esfuerzos que juntos hagamos para que Cristo esté en los labios y en los corazones de todos los habitantes de esta nuestra Provincia Eclesiástica. ¡Impulsemos la Misión continental permanente con la fuerza y la luz del Espíritu Santo!



Emmo. Sr. Card. José Francisco Robles Ortega
Arzobispo de Monterrey

Excmo. Sr. Antonio González Sánchez
Obispo de Cd. Victoria             

Excmo. Sr. Jorge Alberto Cavazos Arizpe

Obispo Auxiliar de Monterrey

Excmo. Sr. Alonso Gerardo Garza Treviño
Obispo de Piedras Negras

Excmo. Sr. Faustino Armendáriz Jiménez

Obispo de Matamoros

Excmo. Sr. Ramón Calderón Batres   
Obispo de Linares

Excmo. Sr. Gustavo Rodríguez Vega

Obispo de Nuevo Laredo

Excmo. Sr. José Luis Dibildox Martínez 
Obispo de Tampico                          

Excmo. Sr. Raúl Vera López, O.P.

Obispo de Saltillo