CONMEMORAR NUESTRA HISTORIA DESDE LA FE (RESUMEN)
Para comprometernos hoy con nuestra patria (2010)
Resumen
El objetivo del documento es compartir con el Pueblo de México un discernimiento histórico de nuestra Nación y dar un mensaje de compromiso, fe y esperanza frente al futuro, con ocasión del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución Mexicana, descubriendo en los hechos de la historia el designio de Dios, aun en medio de las debilidades humanas, viendo el pasado con gratitud, viviendo el presente con responsabilidad y proyectándonos al futuro con esperanza. En el documento, se discierne cuál fue la participación y el servicio de la Iglesia en estos dos importantes acontecimientos, para retomar con vigor los retos y desafíos actuales y servir a la Nación colaborando en la construcción de un proyecto cultural desde la fe.
La gestación y el crecimiento de una nación es un proceso nunca totalmente acabado, con luces y sombras. Hay que agradecer a quienes contribuyeron a su realización. La Iglesia está llamada a participar, iluminando con la Palabra los diversos sucesos que configuran y dan sentido a nuestra Nación. No podemos despreocuparnos del hombre real y concreto, a quien debemos servir desde nuestra misión religiosa que es, por lo mismo, plenamente humana.
Para una comprensión de la conciencia histórica de nuestra Patria, debemos tener en cuenta que la fe católica ha sido un elemento presente y dinamizador en la construcción gradual de nuestra identidad como Nación. El Acontecimiento Guadalupano ha tenido un profundo eco en el pueblo naciente, cualitativamente nuevo, fruto de la Gracia que asume, purifica y plenifica el devenir de la historia.
La Iglesia novohispana se mantuvo en comunión con la Sede Apostólica, aunque mediatizada por el Patronato regio, sobre todo en tiempo de las reformas borbónicas que exacerbaron la injerencia de la Corona en asuntos eclesiásticos. El Episcopado y la Iglesia en general, sujeta ella misma, fue utilizada como instrumento de sujeción, si bien muchos representantes de la “Ilustración católica” promovieron la reforma de las costumbres, la erudición del clero y la promoción del pueblo mediante la beneficencia social. Ante una creciente opresión, se presentaron reacciones diversas.
En el siglo XVIII se produjo una transformación como resultado de las ideas de la Revolución Francesa, que dieron la Declaración de los Derechos del Hombre, que se opone a toda opresión hasta lograr la liberación. Esta doctrina contiene implícito el presupuesto de que el poder, dimanado del Autor de la naturaleza social del hombre, radica fundamentalmente en el pueblo y que éste, mediante un pacto social, lo transfiere a la autoridad pública para procurar el bien común. Es, por tanto, revocable si el pacto social no se cumple. La enseñanza evangélica sobre la tolerancia, la no resistencia al agresor, el perdón y la caridad son altos principios que no anulan, según la tradición de la Iglesia, el legítimo derecho a oponerse a la opresión y a las realidades de injusticia evidente y prolongada que atenten gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañen peligrosamente el bien común. Esta resistencia debe excluir el odio y la violencia, para que pueda servir de camino a la liberación integral cristiana.
Las reformas borbónicas incrementaron las cargas tributarias y la explotación, y adoptaron medidas restrictivas a las prácticas religiosas sobre la ya menguada libertad de la Iglesia. Esto aumentó la pobreza y el descontento, que se expreso en el clamor contra el “mal gobierno”, exacerbado por la deposición del monarca español, la insensibilidad de los gobernantes y el despotismo. Ante esta situación había clérigos y laicos que buscaban la independencia absoluta de España y otros la proponían parcial o gradual. En esto mucho tenía que ver la condición social de los actores.
No fue fortuito el hecho de que el símbolo escogido por el movimiento libertario fuera el estandarte de Santa María de Guadalupe, que sería proclamada por Morelos “Patrona de Nuestra Libertad”. Sin el ingrediente religioso, este movimiento o no se hubiera producido o habría tomado otro rumbo.
La represión contra la Insurgencia continuó conculcando el derecho natural, el de gentes y el canónico. También continuaron los excesos de algunos insurrectos. Por eso numerosos clérigos y laicos clamaban por la paz, la reconciliación y el perdón. Al retomar vigencia la Constitución de Cádiz (1820), se dieron nuevas leyes que avasallaban a la Iglesia. Por ello, Agustín de Iturbide, ganado para la causa independiente, propuso las tres garantías: Religión, Independencia y Unión, y las plasmó en nuestra bandera nacional.
En el proceso de consumación de la Independencia se ve disminuir notablemente el número de clérigos y se incrementa el protagonismo de los laicos católicos. La mayoría de los clérigos que participaron lo hicieron sobre todo en la consejería y el debate. La Iglesia participó en el homenaje de los caudillos insurgentes, recibiendo solemnemente los restos mortales de Hidalgo, Morelos, y otros, en la Catedral Metropolitana de la Arquidiócesis de México.
Con relación a la Revolución, a finales del siglo XIX tuvo lugar un vigoroso renacimiento del catolicismo social, impulsado por la encíclica Rerum Novarum. La Revolución generó sufrimientos en el pueblo pobre, a quien se intentaba beneficiar. La guerra postrevolucionaria atrajo violencia y a la Iglesia Católica una persecución originada por la ideología liberal y atea de algunos que la impulsaron. Los católicos participaron activamente en los inicios de la Revolución Mexicana de diversas maneras y en diversos grados, al lado de los movimientos y grupos sociales del momento. Sin embargo, al comienzo del siglo XX, su participación tuvo un mayor grado y significado.
El movimiento maderista abrió los primeros espacios de una democracia moderna y al principio aceptó las propuestas del Partido Católico Nacional de republicanismo, legitimidad del sufragio popular y la relativa separación de la Iglesia del Estado. Sin embargo, la confrontación al interior de los grupos católicos, el asesinato de Madero y la confusa relación con Huerta, dio origen al rechazo y descalificación del Partido Católico Nacional, y la exclusión en la vida pública de toda agrupación política confesional. Los constituyentes más radicales limitaron y proscribieron las actividades y la participación pública de la Iglesia, llegando a negarle toda personalidad jurídica en la Constitución de 1917. A pesar de las hostilidades, los católicos percibieron con razón el fruto de sus luchas en la redacción del artículo 123 de la Constitución, donde reconocieron la doctrina de la Rerum Novarum, que había sido su gran bandera a favor de la justicia social y de la patria.
Más allá de la recta intención de los constituyentes de brindar a la Nación un cuerpo de leyes que proporcionara el sustento legal necesario para una vida social y política ordenada y justa, por el hecho de haber sido redactada por una sola facción revolucionaria, se plasmó el espíritu persecutorio contra la Iglesia y discriminatorio hacia otras visiones o interpretaciones políticas. Esto generó división y enfrentamiento, autoritarismo e intolerancia mutua.
A pesar de las vicisitudes, podemos contemplar la presencia de Jesucristo en la historia de nuestra Nación. Hemos de valorar las acciones de muchos en la construcción y desarrollo de nuestra Patria. Debemos reconocer que algunos no supieron seguir los caminos de paz, acordar consensos en el diálogo, la concordia, la construcción de instituciones. Incluso, muchos cristianos ilustrados no supieron regir su conducta con criterios de fe, esperanza y caridad.
Los discípulos de Jesús debemos ofrecer una cultura que contribuya a la construcción de un proyecto nuevo al servicio de la Nación, mostrando así la vitalidad de la fe, que antes de reflejarse en la vida social exige pasar por la conciencia personal, las convicciones, los estilos de vida que lleven a una conversión que transforme e impacte la propia vida y el entorno social.
La cultura es «todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales». La Nación Mexicana es una realidad cultural, en la que si bien existen otras raíces culturales u otras presencias sociales significativas, el cristianismo ha configurado y continúa configurando una parte importante de la vida personal y comunitaria. La nación es una realidad socio-cultural anterior al Estado. Nuestra Patria no nace a partir del poder político y sus instituciones, sino que emerge gradualmente, a partir del siglo XVI, como una realidad mestiza a partir de los pueblos autóctonos que eran eminentemente religiosos, desde la nueva propuesta de los pueblos europeos y desde la experiencia cristiana. La fe en Jesucristo logró que quienes se veían antagónicos, se reconocieran como hermanos. La fe en Jesucristo ha colaborado a gestar un ambiente solidario entre los mexicanos.
La Independencia y la Revolución deben ser interpretadas en base a la continuidad del mismo pueblo que conforma esta Nación. El sustrato cultural de este proyecto al servicio de la Nación, que han de construir todos los mexicanos, debe privilegiar tres características, desde las que se entreteje nuestra cultura: a) el anhelo legítimo de libertad y justicia; b) una inspiración cristiana que anima a luchar en favor de la promoción humana individual y social con una perspectiva trascendente, y c) un diálogo plural con el conjunto de ideologías que buscan el desarrollo humano.
Somos una sociedad plural. La Iglesia Católica no pretende imponer un sólo modo de interpretar la realidad, sino que propone, con respeto a la libertad de cada persona, una cultura a favor de la vida y la dignidad de cada hombre y mujer.
Vivimos un cambio de época en el que los grandes referentes de la cultura y de la vida cristiana están siendo cuestionados, afectando la valoración del hombre y su relación con Dios. La mayor amenaza a nuestra cultura está en querer eliminar toda referencia o relación con Dios, como lo promueven algunos grupos identificados con un laicismo radical, provocando un enorme vacío existencial. “Quien excluye a Dios de su horizonte, falsifica el concepto de la realidad y en consecuencia sólo puede terminar en caminos equivocados y recetas destructivas” (Benedicto XVI, Discurso Inaugural de Aparecida).
Se requiere la vigencia completa del derecho humano a la libertad religiosa, que abraza a creyentes y no creyentes en su derecho a vivir con plena libertad las opciones que en conciencia realizan sobre el significado y el sentido último de la vida. El ejercicio de esta libertad incluye la vida privada y pública, el testimonio individual y la presencia asociada, con el único límite del respeto al derecho de terceros.
Es necesaria la separación Estado e Iglesia, lo que no implica desconocimiento o falta de colaboración entre ambas instituciones. Estado e Iglesia, cada uno a su modo, deben encontrar caminos de colaboración que les permitan servir a las personas y a las comunidades.
La Iglesia no se anuncia a sí misma, sino a Cristo, factor de renovación cultural más importante para nuestra Nación. Los cristianos, confiando en Jesucristo, sabedores de la responsabilidad que tenemos de cara al futuro, debemos colaborar junto a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, en la construcción de una sociedad más justa y solidaria, que nos permita vivir de acuerdo con las exigencias de nuestra dignidad.
La Iglesia tiene el derecho de participar, a través de sus ministros y fieles, según sus propias funciones y responsabilidades, en la construcción de la cultura de la vida, aportando lo que les es propio, a partir de su cosmovisión del mundo y de la persona, que se caracteriza por su trascendencia, su dignidad inviolable y su realización eminentemente social. Es nuestra visión del hombre la que queremos ofrecer, en tanto que reconocemos que él es el medio, sujeto y fin de toda cultura, de toda actividad humana y dinámica social. Posee derechos que emanan de su propia naturaleza, que siempre se deben respetar. La dignidad del hombre deriva de su naturaleza, de su calidad de hijo de Dios, y de haber sido redimido por Cristo y llamado a la felicidad eterna.
Sin negar sus beneficios, la cultura moderna se ha caracterizado por un deseo desmedido de autonomía del hombre, sin referencia trascendente. En este contexto, la verdad tiene una connotación negativa, asociada con dogmatismo, intolerancia o imposición. La superación de una visión fragmentada de la realidad, apoyada en el relativismo que interpreta su propia naturaleza, sólo puede ser lograda a la luz de la razón humana llamada a conocer la verdad, y a la luz de la Revelación Divina.
Hemos de ser sensibles a los nuevos rostros de pobreza y a los rezagos históricos: los migrantes, los desempleados, los campesinos desplazados por no pertenecer al mundo de la tecnología y del mercado global, y los indígenas, los grandes excluidos y objeto de múltiples discriminaciones. Los niños en condición de calle en las ciudades y los jóvenes y adolescentes que desde temprana edad son reclutados por el crimen organizado, sembrando en ellos gérmenes de maldad.
Los ideales de libertad, justicia e igualdad por los que lucharon nuestros compatriotas en la Independencia y la Revolución Mexicana, nos siguen interpelando hoy. Solamente bajo la lógica de la justicia, la caridad y la verdad seremos capaces de colaborar en la construcción de una sociedad solidaria y fraterna, asumiendo tres prioridades fundamentales en el camino de nuestro desarrollo como Nación:
- Un México en el que todos tengan acceso equitativo a los bienes de la tierra, se promueva la superación y crecimiento de todos en la justicia y la solidaridad, combatiendo la pobreza.
- Un México que crezca en su cultura y preparación con mayor conciencia de su dignidad y mejores elementos para su desarrollo, con una educación integral y de calidad para todos.
- Un México que viva reconciliado, alcanzando una mayor armonía e integración en sus distintos componentes sociales y con sus diferentes orientaciones políticas, pero unificado en el bien común y en el respeto de unos y otros.
Deben ser atendidos los espacios deprimidos por la miseria. Son foco de desestabilización social, ya que los desesperados pueden ser reclutados por el crimen organizado, y ser manipulados de forma política y religiosa, atentando contra su dignidad.
Aún reconociendo la valía de muchos maestros, el sistema educativo deja mucho que desear en calidad y resultados. Está agobiado por falta de preparación magisterial y prácticas viciosas del modelo sindical. A esto se añade el laicismo mal entendido, que deja de lado los valores humanos universales como si fueran confesionales, lo que no permite comprender las realidades trascendentes. El laicismo se ha convertido en instrumento ideológico que pasa por encima del derecho de los padres a la educación de sus hijos y no respeta las raíces culturales de nuestro pueblo. Los centros de educación católica deben ser espacios para un diálogo entre la fe y la ciencia, y transmitir una cultura cristiana, en apertura respetuosa a todas las mentalidades.
Hay que favorecer la reconciliación con nuestro pasado, aceptando nuestras raíces indígenas y europeas; la reconciliación entre las distintas formas de pensar, erradicando fundamentalismos laicistas o intolerancias religiosas. La manifestación de nuestros desacuerdos, la insatisfacción por nuestras carencias, la crítica legítima a la situación que vivimos deben convertirse en propuestas creativas, positivas y viables, que construyan corresponsablemente una sociedad digna y solidaria.
La sociedad mexicana repudia a los que mediante actividades ilícitas y delincuenciales, ponen en riesgo lo que hemos alcanzado en nuestro camino histórico, como la libertad y las instituciones democráticas. La Iglesia los llama a una conversión que los haga reencontrar los caminos de bien y de justicia. México es una Nación con historia y vocación providenciales, bendecida por Dios, que debe seguir su camino hacia su propio desarrollo, en colaboración fraterna con las demás naciones.
Resumen actualizado en 2011