sábado, 10 de diciembre de 2011

CONMEMORAR NUESTRA HISTORIA DESDE LA FE [MEXICO 2010, RESUMEN CEM]

CONMEMORAR NUESTRA HISTORIA DESDE LA FE (RESUMEN)



Para comprometernos hoy con nuestra patria (2010)
Resumen

El objetivo del documento es compartir con el Pueblo de México un discernimiento histórico de nuestra Nación y dar un mensaje de compromiso, fe y esperanza frente al futuro, con ocasión del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución Mexicana, descubriendo en los hechos de la historia el designio de Dios, aun en medio de las debilidades humanas, viendo el pasado con gratitud, viviendo el presente con responsabilidad y proyectándonos al futuro con esperanza. En el documento, se discierne cuál fue la participación y el servicio de la Iglesia en estos dos importantes acontecimientos, para retomar con vigor los retos y desafíos actuales y servir a la Nación colaborando en la construcción de un proyecto cultural desde la fe.

La gestación y el crecimiento de una nación es un proceso nunca totalmente acabado, con luces y sombras. Hay que agradecer a quienes contribuyeron a su realización. La Iglesia está llamada a participar, iluminando con la Palabra los diversos sucesos que configuran y dan sentido a nuestra Nación. No podemos despreocuparnos del hombre real y concreto, a quien debemos servir desde nuestra misión religiosa que es, por lo mismo, plenamente humana.

Para una comprensión de la conciencia histórica de nuestra Patria, debemos tener en cuenta que la fe católica ha sido un elemento presente y dinamizador en la construcción gradual de nuestra identidad como Nación. El Acontecimiento Guadalupano ha tenido un profundo eco en el pueblo naciente, cualitativamente nuevo, fruto de la Gracia que asume, purifica y plenifica el devenir de la historia.

La Iglesia novohispana se mantuvo en comunión con la Sede Apostólica, aunque mediatizada por el Patronato regio, sobre todo en tiempo de las reformas borbónicas que exacerbaron la injerencia de la Corona en asuntos eclesiásticos. El Episcopado y la Iglesia en general, sujeta ella misma, fue utilizada como instrumento de sujeción, si bien muchos representantes de la “Ilustración católica” promovieron la reforma de las costumbres, la erudición del clero y la promoción del pueblo mediante la beneficencia social. Ante una creciente opresión, se presentaron reacciones diversas.

En el siglo XVIII se produjo una transformación como resultado de las ideas de la Revolución Francesa, que dieron la Declaración de los Derechos del Hombre, que se opone a toda opresión hasta lograr la liberación. Esta doctrina contiene implícito el presupuesto de que el poder, dimanado del Autor de la naturaleza social del hombre, radica fundamentalmente en el pueblo y que éste, mediante un pacto social, lo transfiere a la autoridad pública para procurar el bien común. Es, por tanto, revocable si el pacto social no se cumple. La enseñanza evangélica sobre la tolerancia, la no resistencia al agresor, el perdón y la caridad son altos principios que no anulan, según la tradición de la Iglesia, el legítimo derecho a oponerse a la opresión y a las realidades de injusticia evidente y prolongada que atenten gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañen peligrosamente el bien común. Esta resistencia debe excluir el odio y la violencia, para que pueda servir de camino a la liberación integral cristiana.

Las reformas borbónicas incrementaron las cargas tributarias y la explotación, y adoptaron medidas restrictivas a las prácticas religiosas sobre la ya menguada libertad de la Iglesia. Esto aumentó la pobreza y el descontento, que se expreso en el clamor contra el “mal gobierno”, exacerbado por la deposición del monarca español, la insensibilidad de los gobernantes y el despotismo. Ante esta situación había clérigos y laicos que buscaban la independencia absoluta de España y otros la proponían parcial o gradual. En esto mucho tenía que ver la condición social de los actores.
No fue fortuito el hecho de que el símbolo escogido por el movimiento libertario fuera el estandarte de Santa María de Guadalupe, que sería proclamada por Morelos “Patrona de Nuestra Libertad”. Sin el ingrediente religioso, este movimiento o no se hubiera producido o habría tomado otro rumbo.

La represión contra la Insurgencia continuó conculcando el derecho natural, el de gentes y el canónico. También continuaron los excesos de algunos insurrectos. Por eso numerosos clérigos y laicos clamaban por la paz, la reconciliación y el perdón. Al retomar vigencia la Constitución de Cádiz (1820), se dieron nuevas leyes que avasallaban a la Iglesia. Por ello, Agustín de Iturbide, ganado para la causa independiente, propuso las tres garantías: Religión, Independencia y Unión, y las plasmó en nuestra bandera nacional.

En el proceso de consumación de la Independencia se ve disminuir notablemente el número de clérigos y se incrementa el protagonismo de los laicos católicos. La mayoría de los clérigos que participaron lo hicieron sobre todo en la consejería y el debate. La Iglesia participó en el homenaje de los caudillos insurgentes, recibiendo solemnemente los restos mortales de Hidalgo, Morelos, y otros, en la Catedral Metropolitana de la Arquidiócesis de México.

Con relación a la Revolución, a finales del siglo XIX tuvo lugar un vigoroso renacimiento del catolicismo social, impulsado por la encíclica Rerum Novarum. La Revolución generó sufrimientos en el pueblo pobre, a quien se intentaba beneficiar. La guerra postrevolucionaria atrajo violencia y a la Iglesia Católica una persecución originada por la ideología liberal y atea de algunos que la impulsaron. Los católicos participaron activamente en los inicios de la Revolución Mexicana de diversas maneras y en diversos grados, al lado de los movimientos y grupos sociales del momento. Sin embargo, al comienzo del siglo XX, su participación tuvo un mayor grado y significado.

El movimiento maderista abrió los primeros espacios de una democracia moderna y al principio aceptó las propuestas del Partido Católico Nacional de republicanismo, legitimidad del sufragio popular y la relativa separación de la Iglesia del Estado. Sin embargo, la confrontación al interior de los grupos católicos, el asesinato de Madero y la confusa relación con Huerta, dio origen al rechazo y descalificación del Partido Católico Nacional, y la exclusión en la vida pública de toda agrupación política confesional. Los constituyentes más radicales limitaron y proscribieron las actividades y la participación pública de la Iglesia, llegando a negarle toda personalidad jurídica en la Constitución de 1917. A pesar de las hostilidades, los católicos percibieron con razón el fruto de sus luchas en la redacción del artículo 123 de la Constitución, donde reconocieron la doctrina de la Rerum Novarum, que había sido su gran bandera a favor de la justicia social y de la patria.

Más allá de la recta intención de los constituyentes de brindar a la Nación un cuerpo de leyes que proporcionara el sustento legal necesario para una vida social y política ordenada y justa, por el hecho de haber sido redactada por una sola facción revolucionaria, se plasmó el espíritu persecutorio contra la Iglesia y discriminatorio hacia otras visiones o interpretaciones políticas. Esto generó división y enfrentamiento, autoritarismo e intolerancia mutua.

A pesar de las vicisitudes, podemos contemplar la presencia de Jesucristo en la historia de nuestra Nación. Hemos de valorar las acciones de muchos en la construcción y desarrollo de nuestra Patria. Debemos reconocer que algunos no supieron seguir los caminos de paz, acordar consensos en el diálogo, la concordia, la construcción de instituciones. Incluso, muchos cristianos ilustrados no supieron regir su conducta con criterios de fe, esperanza y caridad.

Los discípulos de Jesús debemos ofrecer una cultura que contribuya a la construcción de un proyecto nuevo al servicio de la Nación, mostrando así la vitalidad de la fe, que antes de reflejarse en la vida social exige pasar por la conciencia personal, las convicciones, los estilos de vida que lleven a una conversión que transforme e impacte la propia vida y el entorno social.

La cultura es «todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales». La Nación Mexicana es una realidad cultural, en la que si bien existen otras raíces culturales u otras presencias sociales significativas, el cristianismo ha configurado y continúa configurando una parte importante de la vida personal y comunitaria. La nación es una realidad socio-cultural anterior al Estado. Nuestra Patria no nace a partir del poder político y sus instituciones, sino que emerge gradualmente, a partir del siglo XVI, como una realidad mestiza a partir de los pueblos autóctonos que eran eminentemente religiosos, desde la nueva propuesta de los pueblos europeos y desde la experiencia cristiana. La fe en Jesucristo logró que quienes se veían antagónicos, se reconocieran como hermanos. La fe en Jesucristo ha colaborado a gestar un ambiente solidario entre los mexicanos.

La Independencia y la Revolución deben ser interpretadas en base a la continuidad del mismo pueblo que conforma esta Nación. El sustrato cultural de este proyecto al servicio de la Nación, que han de construir todos los mexicanos, debe privilegiar tres características, desde las que se entreteje nuestra cultura: a) el anhelo legítimo de libertad y justicia; b) una inspiración cristiana que anima a luchar en favor de la promoción humana individual y social con una perspectiva trascendente, y c) un diálogo plural con el conjunto de ideologías que buscan el desarrollo humano.

Somos una sociedad plural. La Iglesia Católica no pretende imponer un sólo modo de interpretar la realidad, sino que propone, con respeto a la libertad de cada persona, una cultura a favor de la vida y la dignidad de cada hombre y mujer.
Vivimos un cambio de época en el que los grandes referentes de la cultura y de la vida cristiana están siendo cuestionados, afectando la valoración del hombre y su relación con Dios. La mayor amenaza a nuestra cultura está en querer eliminar toda referencia o relación con Dios, como lo promueven algunos grupos identificados con un laicismo radical, provocando un enorme vacío existencial. “Quien excluye a Dios de su horizonte, falsifica el concepto de la realidad y en consecuencia sólo puede terminar en caminos equivocados y recetas destructivas” (Benedicto XVI, Discurso Inaugural de Aparecida).

Se requiere la vigencia completa del derecho humano a la libertad religiosa, que abraza a creyentes y no creyentes en su derecho a vivir con plena libertad las opciones que en conciencia realizan sobre el significado y el sentido último de la vida. El ejercicio de esta libertad incluye la vida privada y pública, el testimonio individual y la presencia asociada, con el único límite del respeto al derecho de terceros.

Es necesaria la separación Estado e Iglesia, lo que no implica desconocimiento o falta de colaboración entre ambas instituciones. Estado e Iglesia, cada uno a su modo, deben encontrar caminos de colaboración que les permitan servir a las personas y a las comunidades. 
La Iglesia no se anuncia a sí misma, sino a Cristo, factor de renovación cultural más importante para nuestra Nación. Los cristianos, confiando en Jesucristo, sabedores de la responsabilidad que tenemos de cara al futuro, debemos colaborar junto a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, en la construcción de una sociedad más justa y solidaria, que nos permita vivir de acuerdo con las exigencias de nuestra dignidad.

La Iglesia tiene el derecho de participar, a través de sus ministros y fieles, según sus propias funciones y responsabilidades, en la construcción de la cultura de la vida, aportando lo que les es propio, a partir de su cosmovisión del mundo y de la persona, que se caracteriza por su trascendencia, su dignidad inviolable y su realización eminentemente social. Es nuestra visión del hombre la que queremos ofrecer, en tanto que reconocemos que él es el medio, sujeto y fin de toda cultura, de toda actividad humana y dinámica social. Posee derechos que emanan de su propia naturaleza, que siempre se deben respetar. La dignidad del hombre deriva de su naturaleza, de su calidad de hijo de Dios, y de haber sido redimido por Cristo y llamado a la felicidad eterna.

Sin negar sus beneficios, la cultura moderna se ha caracterizado por un deseo desmedido de autonomía del hombre, sin referencia trascendente. En este contexto, la verdad tiene una connotación negativa, asociada con dogmatismo, intolerancia o imposición. La superación de una visión fragmentada de la realidad, apoyada en el relativismo que interpreta su propia naturaleza, sólo puede ser lograda a la luz de la razón humana llamada a conocer la verdad, y a la luz de la Revelación Divina.

Hemos de ser sensibles a los nuevos rostros de pobreza y a los rezagos históricos: los migrantes, los desempleados, los campesinos desplazados por no pertenecer al mundo de la tecnología y del mercado global, y los indígenas, los grandes excluidos y objeto de múltiples discriminaciones. Los niños en condición de calle en las ciudades y los jóvenes y adolescentes que desde temprana edad son reclutados por el crimen organizado, sembrando en ellos gérmenes de maldad.

Los ideales de libertad, justicia e igualdad por los que lucharon nuestros compatriotas en la Independencia y la Revolución Mexicana, nos siguen interpelando hoy. Solamente bajo la lógica de la justicia, la caridad y la verdad seremos capaces de colaborar en la construcción de una sociedad solidaria y fraterna, asumiendo tres prioridades fundamentales en el camino de nuestro desarrollo como Nación:
  1. Un México en el que todos tengan acceso equitativo a los bienes de la tierra, se promueva la superación y crecimiento de todos en la justicia y la solidaridad, combatiendo la pobreza.
  2. Un México que crezca en su cultura y preparación con mayor conciencia de su dignidad y mejores elementos para su desarrollo, con una educación integral y de calidad para todos.
  3. Un México que viva reconciliado, alcanzando una mayor armonía e integración en sus distintos componentes sociales y con sus diferentes orientaciones políticas, pero unificado en el bien común y en el respeto de unos y otros.
Deben ser atendidos los espacios deprimidos por la miseria. Son foco de desestabilización social, ya que los desesperados pueden ser reclutados por el crimen organizado, y ser manipulados de forma política y religiosa, atentando contra su dignidad.

Aún reconociendo la valía de muchos maestros, el sistema educativo deja mucho que desear en calidad y resultados. Está agobiado por falta de preparación magisterial y prácticas viciosas del modelo sindical. A esto se añade el laicismo mal entendido, que deja de lado los valores humanos universales como si fueran confesionales, lo que no permite comprender las realidades trascendentes. El laicismo se ha convertido en instrumento ideológico que pasa por encima del derecho de los padres a la educación de sus hijos y no respeta las raíces culturales de nuestro pueblo. Los centros de educación católica deben ser espacios para un diálogo entre la fe y la ciencia, y transmitir una cultura cristiana, en apertura respetuosa a todas las mentalidades.

Hay que favorecer la reconciliación con nuestro pasado, aceptando nuestras raíces indígenas y europeas; la reconciliación entre las distintas formas de pensar, erradicando fundamentalismos laicistas o intolerancias religiosas. La manifestación de nuestros desacuerdos, la insatisfacción por nuestras carencias, la crítica legítima a la situación que vivimos deben convertirse en propuestas creativas, positivas y viables, que construyan corresponsablemente una sociedad digna y solidaria.

La sociedad mexicana repudia a los que mediante actividades ilícitas y delincuenciales, ponen en riesgo lo que hemos alcanzado en nuestro camino histórico, como la libertad y las instituciones democráticas. La Iglesia los llama a una conversión que los haga reencontrar los caminos de bien y de justicia. México es una Nación con historia y vocación providenciales, bendecida por Dios, que debe seguir su camino hacia su propio desarrollo, en colaboración fraterna con las demás naciones.

Resumen actualizado en 2011

sábado, 26 de noviembre de 2011

MENSAJE DE ADVIENTO 2011, CARD. MAURO PIACENZA

MeNSAJE
del prefeCto de la congregaCIÓN PARA EL clero,
cardENAL Mauro piacenza,
CON OCASIÓN DEL ADVIENTO 2011
Reverendos y queridos Sacerdotes:

En este especial Tiempo de gracia, María Santísima, Icono y Modelo de la Iglesia, quiere introducirnos en la actitud permanente de su Corazón Inmaculado: la vigilancia.
La Santísima Virgen vivió constantemente en vigilancia orante. En vigilia recibió el Anuncio que ha cambiado la historia de la humanidad. En vigilia cuidó y contempló, más y antes que cualquier otro, al Altísimo que se hacía Hijo suyo. Vigilante y llena de asombro amoroso y agradecido, dio a luz a la misma Luz y, junto a San José, se hizo discípula de Aquel que de Ella había nacido; que había sido adorado por los pastores y los sabios; que fue acogido por el anciano Simeón exultante y por la profetisa Ana; temido por los doctores del Templo, amado y seguido por los discípulos, hostigado y condenado por su pueblo. Vigilando en su Corazón materno, María siguió a Jesucristo hasta el pie de la Cruz y, con el inmenso dolor de Corazón traspasado, nos acogió como sus nuevos hijos. Velando, la Virgen esperó con certeza la Resurrección y fue llevada al Cielo.
Amigos muy queridos: ¡Cristo vela incesantemente sobre su Iglesia y sobre cada uno de nosotros! Y la vigilancia en la cual nos llama a entrar, es la apasionada mirada de la realidad, que se mueve entre dos directrices fundamentales: la memoria de todo lo sucedido en nuestra vida al encontrarnos con Cristo y con el gran misterio de ser sus sacerdotes, y la apertura a la “categoría de la posibilidad”.
La Virgen María “hacía memoria”, es decir, revivía continuamente en su corazón todo lo que Dios había obrado en Ella y, teniendo certeza de esta realidad, realizaba su tarea de ser la Madre del Altísimo. El Corazón Inmaculado de la Virgen estaba constantemente disponible y abierto a “lo posible”, es decir, a concretar la amorosa Voluntad de Dios tanto en las circunstancias cotidianas como en las más inesperadas. También hoy, desde el Cielo, María Santísima nos custodia en la memoria viva de Cristo y nos abre continuamente a la posibilidad de la divina Misericordia.
Pidámosle a Ella, queridos Hermanos y Amigos, un corazón capaz de revivir el Adviento de Cristo en nuestra vida; capaz de contemplar el modo en el cual el Hijo de Dios, el día de nuestra Ordenación, marcó radical y definitivamente toda nuestra existencia sumergiéndola en su Corazón sacerdotal. Que Él nos renueve cada día en la Celebración Eucarística, que es transfiguración de nuestra misma vida en el Adviento de Cristo por la humanidad. Pidamos, en fin, un corazón atento para reconocer los signos del Adviento de Jersús en la vida de cada hombre y, en particular, entre los jóvenes que se nos confían: que sepamos discernir los signos de ese especialísimo Adviento, que es la Vocación al sacerdocio.
La Santísima Virgen María, Madre de los sacerdotes y Reina de los Apóstoles, nos obtenga, a cuantos humildemente la pidamos, la paternidad espiritual, la única capaz de “acompañar” a los jóvenes en el alegre y entusiasmante camino del seguimiento.
En el “sí” de la Anunciación, somos animados a vivir en coherencia con el “sí” de nuestra ordenación; en la Visitación a Santa Isabel, somos animados a vivir en la intimidad divina para llevar su presencia a otros y para traducirla en un gozoso servicio, sin límites de tiempo y de lugar. Contemplando a la Santísima Madre adorando al Niño Jesús envuelto en pañales, aprendemos a tratar con amor inefable la Santísima Eucaristía. Conservando todo acontecimiento en el propio corazón, aprendemos de María a concentrarnos en torno al Único Necesario.
Con estos sentimientos les aseguro a todos, queridos sacerdotes esparcidos por el mundo, un especial recuerdo en la celebración de los Santos Misterios y pido a cada uno sostenerme en su oración para cumplir el ministerio que se me ha confiado. ¡Pidamos, delante del pesebre, que cada día podamos ser aquello que somos!

lunes, 31 de octubre de 2011

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS 2011


CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS [2011]

Principio del formulario
El mes de noviembre tiene un tono espiritual particular, por los dos días con los que se abre: la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos. El misterio de la comunión de los santos ilumina especialmente este tiempo y toda la parte final del año litúrgico, orientando la meditación sobre el destino eterno del hombre a la luz de la Pascua de Cristo.
En ella se fundamenta la esperanza que, como dice San Pablo en la segunda lectura,"no defrauda” (Rom, 5, 5). Esta celebración de hoy, sublima la fe y expresa sentimientos profundamente grabados en el alma humana. La gran familia de la Iglesia vive en estos días un tiempo de gracia, y lo vive según su vocación: reuniéndose alrededor del Señor en la oración y ofreciendo su sacrificio redentor como sufragio por las almas de los fieles difuntos.
La conmemoración de todos los difuntos es una invitación, para cada uno, a no dormirse, a no llevar una vida dominada por la mediocridad. La conciencia de que “la espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios” (Rom 8,19) amplía todos los horizontes humanos. La fe de la Iglesia nos llama "a no recaer en el temor" (Rom. 8,15), recordando que no hemos recibido un espíritu de esclavitud, sino de hijos adoptivos (Rom. 8, 15). La liturgia de hoy nos convoca, pues, a dirigirnos hacia aquella promesa de plenitud de vida por la cual a nosotros, pobres criaturas, se nos da poder afirmar con certeza y maravillosamente: “lo veré, yo mismo; mis ojos lo contemplarán” (Job 1, 27ª).
 Hay un contraste entre lo que aparece a la mirada humana y lo que, en cambio, ven los ojos de Dios. Por esto el profeta Isaías puede afirmar que es necesario que sea retirado “el manto que recubre todas las naciones” (Is 25, 7). El mundo tiene por dichoso al hombre que vive mucho tiempo y en la prosperidad, y entre los hombres adquieren prestigio los sabios, los doctos, los poderosos. Para Dios son otros los llamados “bienaventurados”. Hay dos dimensiones de la realidad: una más profunda, verdadera y eterna, y otra marcada por la finitud, por la provisionalidad y por la apariencia. Es importante subrayar que estas dos dimensiones no tienen una simple sucesión temporal, como si la verdadera vida comenzara sólo “después” de la muerte. En realidad, la “verdadera vida”, la vida eterna, empieza ya “ahora”, en este mundo, aun dentro de la precariedad de los acontecimientos: la vida eterna se abre desde ahora, en la medida en que se está abierto al misterio de Dios y se lo recibe. De aquí que podamos cantar con el salmista: “estoy seguro de que contemplaré la bondad del Señor en la tierra de los vivientes” (Sal 27, 13). Y de poder “habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida para contemplar la belleza del Señor” (Sal 27, 4).
Dios es la verdadera sabiduría que no envejece, la auténtica riqueza que no se corrompe, es la felicidad a la cual aspira el corazón de todo hombre. Esta verdad, presente en los Libros sapienciales de las lecturas de hoy y que reaperece en el Nuevo Testamento, encuentra su cumplimiento en la existencia y en la enseñanza de Jesús.
            En el horizonte de la sabiduría del Evangelio, la muerte misma es portadora de una saludable enseñanza, puesto que nos lleva a mirar, sin filtros, la realidad. Nos empuja a reconocer la caducidad, de lo que se presenta como grande y fuerte a los ojos del mundo. Cara a la muerte pierde interés todo motivo de orgullo humano y resalta, en cambio, lo que realmente importa. Todo lo de aquí abajo termina; todos estamos de paso en este mundo. Sólo Dios tiene la vida en sí mismo. Él es la vida.
La nuestra es una vida participada, que nos ha sido dada por Otro. Por esto, un hombre puede llegar a la vida eterna sólo mediante la particular relación que el Creador ha establecido con él. Dios, aunque ve el alejamiento del hombre, no ha interrumpido la relación inicada: más bien, ha querido dar un paso más y ha creado una nueva relación, de la que nos habla la segunda lectura: “mientras aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5, 8).
Si Dios –escribe San Juan- nos ama tan gratuitamente que llega a desear que no se pierda nada de lo que Él confió a su Hijo (cfr. Jn 6, 39), también nosotros podemos, y debemos, dejarnos involucrar en este movimiento oblativo y hacer de nosotros mismos un don gratuito a Dios. De este modo conocemos a Dios, como somos conocidos por Él; de este modo permanecemos en Él como Él ha querido permanecer en nosotros y pasamos de la muerte a la vida (cfr. 1 Jn 3, 14), como Jesucristo, que ha derrotado a la muerte con su resurrección, gracias al poder glorioso del amor del Padre celestial.
Unámonos en oración y elevémosla al Padre de toda bondad y misericordia, para que, por intercesión de María Santísima, Nuestra Señora del Sufragio, el encuentro con el fuego de su amor purifique rápidamente a todos los fieles difuntos de toda imperfección y los transforme para alabanza de su gloria. Y recemos para que nosotros, peregrinos sobre la tierra, mantengamos siempre orientados nuestra vista y  y nuestro corazón hacia la última meta anhelada: la casa del Padre, el Cielo.

jueves, 27 de octubre de 2011

Carta Apostólica PORTA FIDEI

CARTA APOSTÓLICA
EN FORMA DE MOTU PROPRIO
PORTA FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XVI
CON LA QUE SE CONVOCA EL AÑO DE LA FE

1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.
2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud»[1]. Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado[2]. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.
4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II,[3]con la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis[4], realizándose mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Será una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar un Año de la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un momento solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera profesión de la misma fe»; además, quiso que ésta fuera confirmada de manera «individual y colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca»[5]. Pensaba que de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla»[6]. Las grandes transformaciones que tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración fuera todavía más evidente. Ésta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de Dios[7], para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado.
5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar»[8], consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza»[9]. Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia»[10].
6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo, “santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación. La Iglesia continúa su peregrinación “en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz»[11].
En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo»[12]. El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios.[13]Sus numerosos escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la «puerta de la fe».
Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios.
8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe. Queremos celebrar este Año de manera digna y fecunda. Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo.
9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza»[14]. Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada[15], y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.
No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de profundo significado, cuando en un sermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón»[16].
10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.
A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios.
Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.
La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «“Creo”: Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. “Creemos”: Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”, es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: “creo”, “creemos”»[17].
Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor[18].
Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre»[19]. Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido[20]. La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro.
11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución apostólica Fidei depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial... Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial»[21].
Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe.
En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.
12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.
En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad[22].
13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.
Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.
Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).
Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11, 20). Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que fueron testigos fieles.
Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).
Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).
Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.
14. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (St 2, 14-18).
La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).
15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.
«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.
Confiemos a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi Pontificado.

BENEDICTO XVI
 

[1] Homilía en la Misa de inicio de Pontificado (24 abril 2005): AAS 97 (2005), 710.  
[2] Cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa en Terreiro do Paço, Lisboa (11 mayo 2010), en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (16 mayo 2010), pag. 8-9.
[3] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 113-118.
[4] Cf. Relación final del Sínodo Extraordinario de los Obispos (7 diciembre 1985), II, B, a, 4, en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (22 diciembre 1985), pag. 12.
[5] Pablo VI, Exhort. ap. Petrum et Paulum Apostolos, en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo (22 febrero 1967): AAS 59 (1967), 196.
[6] Ibíd., 198.
[7] Pablo VI, Solemne profesión de fe, Homilía para la concelebración en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, en la conclusión del “Año de la fe” (30 junio 1968): AAS 60 (1968), 433-445.
[8] Id., Audiencia General (14 junio 1967): Insegnamenti V (1967), 801.
[9] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 57: AAS 93 (2001), 308.
[10] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 52.
[11] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
[12] De utilitate credendi, 1, 2.
[13] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, I, 1.
[14] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.
[15] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 116.
[16] Sermo215, 1.
[17] Catecismo de la Iglesia Católica, 167.
[18] Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, cap. III: DS 3008-3009; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5.
[19] Discurso en el Collège des Bernardins, París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 722.
[20] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, XIII, 1.
[21] Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992):AAS 86 (1994), 115 y 117.
[22] Cf. Id., Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998) 34.106: AAS 91 (1999), 31-32. 86-87.
 
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Porta fidei, 25 frases

25 frases de la “Porta fidei” de Benedicto XVI anunciando el Año de la Fe 2012-2013 Imprimir E-Mail
Escrito por Redactora   
miércoles, 19 de octubre de 2011
Carta apostólica en forma de Motu proprio Porta fidei del Sumo Pontífice Benedicto XVI con la que se convoca el Año de la fe


1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida

La necesidad de la fe ayer, hoy y siempre
2.- Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo –equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de os siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.
3.- Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14).
4.- Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.
Vigencia y valor del Concilio Vaticano II
5- Las enseñanzas del Concilio Vaticano II, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza». Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia».

La renovación de la Iglesia es cuestión de fe
6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó.
7.- En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida.
La fe crece creyendo
8. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe.
9.- La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo».
Profesar, celebrar y testimoniar la fe públicamente
10.- Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.
11.- El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree.
12.- No podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre.
La utilidad del Catecismo de la Iglesia Católica
13. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II.
14.- Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica.
15.- En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.
16. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural.
17.- Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.
18.- La fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad.
Recorrer y reactualizar la historia de la fe
19. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.
20.- Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.
No hay fe sin caridad, no hay caridad sin fe
21.-. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice:  «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: "Id en paz, abrigaos y saciaos", pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: "Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe"» (St 2, 14-18).
22.- La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo.
Lo que el mundo necesita son testigos de la fe
23.- Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.
24.- «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero.
25.- Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf.Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.